
La campaña británica presenta ya la polarización esperada a poco más de tres semanas para las generales más inciertas en la historia reciente. El empate técnico que las encuestas otorgan a las dos formaciones principales ha generado una dinámica en la que cada promesa es respondida con un envido que hace de la rigurosidad uno de los factores más cuestionables de los programas electorales.
Si hay una muestra significativa de esta tendencia son los anuncios fiscales revelados por los dos hombres con posibilidades reales de tomar las llaves de Downing Street. David Cameron ha basado su estrategia para la reelección en la garantía de que casi dos tercios del total de ingresos tributarios del Gobierno no subirán: ni el IRPF, ni el IVA, ni las contribuciones a la Seguridad Social. La apuesta es de calado para un Ejecutivo que, independientemente de su composición, deberá hacer frente a la lucha contra un déficit que, esta legislatura, sólo se ha reducido la mitad de lo que se esperaba cuando la coalición asumió el poder hace cinco años.
Los laboristas son conscientes del peligro de que sus oponentes agiten de nuevo el fantasma de la bomba fiscal con el que en 1992, desafiando a la mayoría de los sondeos, lograron mantener al impopular John Major en el poder cinco años más. Por ello, han igualado el envite, confirmando que el veredicto del 7 de mayo se decidirá con el bolsillo tanto como con el corazón ideológico y, como consecuencia, el cambio de ciclo prometido por Ed Miliband tampoco implicará cambios para IRPF, contribuciones a la Seguridad Social o el IVA.
En una campaña fundamentalmente mediática en la que los golpes de efecto pesan tanto como las propuestas, resulta complicado predecir la trascendencia real de éstas, pero los analistas han advertido ya de las arriesgadas consecuencias de maniatar al próximo Ejecutivo en materia tributaria. Si los impuestos, a priori, están diseñados para implicar a la ciudadanía en la tarea de sustentar el funcionamiento del Estado, conservadores y laboristas han decidido emplearlos como instrumento de mercadeo de votos electorales.
Y si la materialización práctica de sus promesas actuales en las urnas es debatible, lo que pueden tener por seguro es que se las recordarán, sobre todo, si las quiebran, como puede atestiguar George Osborne, foco de críticas por haber aumentado el IVA nada más asumir la cartera del Tesoro, pese a haber descartado reiteradamente que lo subiría durante la campaña de hace cinco años.
Por ello, más que los ases fiscales que los partidos se sacan de la manga, la decisión trascendental que los ciudadanos tendrán que adoptar en mayo es qué ritmo prefieren para la austeridad. Frente a la prioridad que los conservadores otorgan a la resolución del agujero presupuestario y a la consecución de un superávit en el último año de la próxima Legislatura; los laboristas plantean limitarse a eliminar el déficit estructural a la altura de 2020 y empezar así a aumentar el gasto a un ritmo más acelerado cuando se acerquen las próximas generales.
En consecuencia, la dialéctica se juega entre una estrategia que considera fundamental reequilibrar las arcas públicas en un lustro, a pesar de la amenaza de que la austeridad haga mella en los servicios públicos; o aquella que propone controlar el riesgo de mantener una deuda ligeramente mayor por más tiempo, para así evitar a los servicios públicos el impacto de la austeridad.
Ambas tácticas tienen su lógica económica y ninguna está exenta de riesgos. Mientras que los conservadores necesitarían reducir el gasto en términos reales por encima del 2 por ciento al año para alcanzar sus objetivos fiscales, es decir, un ajuste superior al de esta legislatura; el laborismo propone admitir que el préstamo sea mayor, por lo que la deuda caería a un ritmo menos diligente, con la finalidad de proteger a los servicios públicos y estimular el crecimiento.