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El Comité de Mercado Abierto de la Reserva Federal de EEUU decidió ayer bajar los tipos de interés 25 puntos básicos hasta el 2%, tal y como esperaba el mercado. Pero mientras la entidad trata de luchar como puede para que el país norteamericano no caiga en la que para muchos ya es una inevitable recesión, la crisis pone en entredicho a los bancos centrales de todo el mundo
Ronald Reagan, el actor que se convirtió en presidente de los Estados Unidos en 1980, acumuló numerosas anécdotas durante los ocho años que permaneció en la Casa Blanca. Una de ellas tuvo lugar a los pocos meses de su primer triunfo electoral, cuando se reunió con Paul Volcker, por aquel entonces presidente de la Reserva Federal (Fed), el banco central norteamericano. "Tengo curiosidad. La gente me pregunta para qué necesitamos una Fed", le espetó Reagan a modo de saludo. Volcker, cuya presencia impresiona con sus dos metros de estatura y su fuerte complexión, se quedó atónito. Se lo había soltado así, en frío y con la naturalidad de quien da los buenos días.
Pero semejante embestida tenía una explicación. Atrapado por la escalada de los precios y el estancamiento económico, una perniciosa combinación conocida como estanflación, Volcker optó por atacar el problema por fases: primero subiría los tipos de interés para atajar la inflación, que luego ya los bajaría para reactivar el crecimiento. Cuando tuvo lugar la entrevista con Reagan, su estrategia aún estaba en su etapa inicial, y entonces los intereses ascendían al 20 por ciento, el desempleo se encaminaba al 10 por ciento y la economía decrecía a ritmos del 2 por ciento anual. En ese contexto, la Fed, más que una amiga, era vista por los ciudadanos como el enemigo público número 1 por las consecuencias iniciales de su dura política monetaria.
Mano 'visible'
Volcker, sin embargo, capeó con soltura el envite. Convenció al presidente de EEUU de la necesaria existencia de la Fed, hasta el punto de que Reagan le propuso para un segundo mandato en 1983.
Un cuarto de siglo después, aquellas palabras de Reagan, más allá de ser un recuerdo simpático, cobran vigencia como consecuencia de la crisis financiera desatada desde verano. "¿Para qué necesitamos la Fed?", una pregunta extrapolable al conjunto de los principales bancos centrales del mundo, supone una cuestión pertinente porque tras las turbulencias actuales también ha figurado la mano visible de estas instituciones.
Para luchar contra la contracción económica provocada por el pinchazo de la burbuja tecnológica y el shock que supuso el 11-S, los principales bancos centrales del mundo protagonizaron las políticas monetarias más expansivas del último medio siglo. Aunque la gravedad de la situación económica fundamentó que la Fed recortara los tipos hasta el 1 por ciento en junio de 2003 y que el Banco Central Europeo (BCE) los redujera hasta el 2 por ciento ese mismo mes, la lentitud y la gradualidad con la que posteriormente elevaron el precio del dinero fomentaron los excesos hipotecarios y financieros que estallaron definitivamente en julio de 2007.
"No se les puede culpar de la situación. Los bancos centrales no han dado las hipotecas de alto riesgo -subprime- ni han emitido títulos a partir de ellas, pero también es cierto que su labor supervisora no ha impedido las malas prácticas del sector financiero ni la excesiva liquidez de la que ha disfrutado el conjunto del sistema", señala el director de inversiones de un banco español. Por tanto, los bancos centrales poseen su parte de culpa en el desaguisado actual.
Por si fuera poco, a los problemas financieros se han sumado en los últimos meses las presiones inflacionistas. Y todo ello conforma un cuadro clínico que deja en muy mal lugar a unas entidades cuyas principales funciones -aunque con diferencias entre unas y otras- consisten precisamente en supervisar el buen funcionamiento del sistema bancario y financiero y garantizar la estabilidad de los precios.
Por tanto, si no cumplen con éxito sus dos fines más importantes, ¿qué sentido tiene que sigan existiendo? En este sentido, no hay que olvidar que estas instituciones no siempre han formado parte del paisaje económico y financiero. "A veces olvidamos que los bancos centrales, tal y como los conocemos hoy, son, de hecho, una invención en gran medida de los últimos cien años, a pesar de que algunos de ellos pueden seguir la pista de sus ancestros hasta principios del siglo XIX o antes", sostienen Marjorie Deane y Robert Pringle en su libro Bancos centrales. Así, la Fed se constituyó en 1913 y el BCE no adquirió su situación actual hasta 1998. En otros casos, como el Banco de Inglaterra, aunque nació en 1694, ha sufrido profundas reformas en las dos últimas décadas.
Pero ni la juventud ni los cambios han servido para que sus mecanismos de supervisión hayan evitado la crisis financiera o para que sus políticas monetarias hayan atinado en la contención de la reciente arremetida de los precios. En últimas instancia, ambos objetivos miden el acierto con el que los bancos centrales manejan el grifo del dinero. "El único poder verdadero de un banco central es, a fin de cuentas, el poder de crear dinero, y a la postre el poder de crear es el poder de destruir", aseguran Deane y Pringle. Y así ha ocurrido en el último lustro: en primer lugar inundaron el mundo de dinero con sus históricamente expansivas políticas monetarias; ahora, las consecuencias de los excesos alimentados por toda esa liquidez están destruyendo no sólo la arquitectura financiera de comienzos del siglo XXI, sino también el crecimiento de la economía mundial.
Reinventarse... o morir
Por tanto, si quieren subsistir, los banqueros centrales deberán mostrarse más acertados en el futuro. En este sentido, el mismo Ben Bernanke, presidente de la Fed desde febrero de 2006, hizo un ejercicio de autocrítica el pasado 10 de abril, cuando reconoció que los bancos centrales deberán mejorar su labor de supervisión.
Además de dar pasos en esa dirección, las instituciones deberán concluir el viejo debate sobre si deben tener en cuenta en su estrategia monetaria la evolución de activos como la vivienda o la bolsa, que hasta la fecha han permanecido en un segundo plano, pero cuya influencia en la marcha de los precios o la liquidez parece evidente.
Porque, ¿son necesarios los bancos centrales? Con ésta o con otra denominación, sí. ¿Se imaginan lo que haría un Gobierno que manejara a su antojo la imprenta del dinero o los tipos de interés? La tentación de las urnas es demasiado grande como para que no la empleara en su provecho electoral.
Parapetados en la independencia de la que gozan, los principales bancos centrales del mundo actúan como timoneles que salvaguardan a las economías de los vaivenes electorales. Frente al cortoplacismo político, ellos se afanan en un crecimiento estable sin inflación a largo plazo. Los banqueros centrales, por tanto, pueden actuar pensando sólo en clave económica y nada más que en clave económica.