La alta velocidad convive con un catastrófico sistema de transporte de mercancías.
La inauguración del tramo de alta velocidad Albacete-Alicante ha permitido abrir esta pasada semana la línea Madrid-Alicante, que completa los 3.100 kilómetros de alta velocidad (31 estaciones en 21 provincias) que nos convierten en el segundo país del mundo en alta velocidad, después de China. Y, descartada la línea Madrid-Lisboa por el prudente abandono de los portugueses, más sensibles a la crisis que nosotros, tan sólo falta concluir la línea Madrid-Galicia en el tramo Valladolid-Orense.
El resto de AVEs proyectados con mayor o menor pormenor, que habían de llegar a todas las capitales de provincia peninsulares sin excepción, tendrá que superar en el futuro la prueba de la racionalidad. Y todo indica que pasará mucho tiempo hasta que se presupuesten nuevos ramales.
Germà Bel, autor de un brillante ensayo, España, capital París -una magnífica obra indispensable para entender el sistema de infraestructuras de este país-, ha explicado que, en general y en todos los países desarrollados, las obras públicas de transporte se construyen cuando existe la suficiente demanda? menos en España, puesto que aquí, ya desde el siglo XVIII, las inversiones modernizadoras impulsadas por el pensamiento ilustrado han tenido en muchos casos razones estrictamente políticas: tanto la red radial de autovías y autopistas como, sobre todo, la red también radial del AVE obedecen a designios claramente ideológicos: desde Felipe V, el primer Borbón, el afán de los sucesivos gobiernos consistió en crear un sistema centralizado semejante al francés, en que Madrid, como París, fuera el gran centro de irradiación. Esta ventaja política de la capital del reino -concluye Bel- consiguió, ya en las postrimerías del siglo XX, que Madrid se convirtiera también en la capital económica del Estado.
La primera línea del AVE, Madrid-Sevilla, que inauguraba el esquema radial, tuvo sin embargo el acicate de argumentos desarrollistas poco objetables: la entrada simbólica de España en la modernidad industrial, poco después de ingresar en la Unión Europea, se hacía a través de un eje norte-sur que habría de redimir a la postrada Andalucía, con serios problemas para subirse al carro del progreso europeo. Y, en efecto, aquel ferrocarril tuvo efectos equilibradores muy benéficos.
Pero poco después se varió el discurso y pronto el gran objetivo del AVE, tanto para el PSOE que puso en marcha el proceso de modernización ferroviaria, como del PP, que se adhirió gustoso a la empresa, el gran objetivo era conseguir que todas las capitales de provincia estuvieran a menos de tres horas de Madrid, conectadas mediante alta velocidad. Y es patente que esta declaración, realizada por ministros tan dispares como Arias Salgado o José Blanco, corrobora la tesis de Bel. Una tesis que no significa que el AVE no haya contribuido a la generación de productividad, y por lo tanto de competitividad: sencillamente, indica que otras inversiones, concebidas de otra manera y más atentas a la racionalidad económica, hubieran aportado probablemente más beneficios a la comunidad (más productividad, más competitividad). De hecho,
, algo que en alta velocidad es impensable, y algunas de las inversiones realizadas -las millonarias y vacías estaciones de Tardienta, Villena y Lucena- demuestran una gestión cuando menos alegre del dinero público.
Esta relativa frivolidad inversora en el pasado reciente, que sólo se entiende en un clima de opulencia irreflexiva, ha provocado una reacción comprensible en sentido contrario, promovida por la crisis pero interiorizada por el establishment. Y debería gestionarse con cuidado esta propensión ahorrativa, que podría jugar en contra de los intereses generales. Porque nuestro país, como todos los desarrollados, sigue precisando la inversión pública, tanto para beneficiarse del benéfico shock de demanda que producen las inversiones en el corto plazo -útiles para practicar políticas económicas keynesianas anticíclicas en momentos de depresión- cuanto para seguir produciendo incrementos de productividad a largo plazo. Lo deseable, sin embargo, es que las futuras inversiones públicas -en obras hidráulicas, en transportes, en energía, etc.- obedezcan a análisis muy depurados de las necesidades reales y de los retornos previsibles.
En oras palabras, en este país queda mucho por hacer todavía, incluso en el campo de los ferrocarriles: nuestro esplendoroso modelo de alta velocidad convive con un catastrófico sistema de transporte de mercancías, que nos obliga a sobreexplotar la red viaria mediante el transporte por carretera en un grado sin parangón en Europa. Con todo, esa tarea incesante e limitada de modernización debe acomodarse en el futuro a pautas planificadas que maximicen el beneficio con relación al coste y que, efectivamente, transformen el tejido productivo de tal modo que se contribuya a reducir el desempleo estructural que desde hace décadas padece este país.