Los Gobiernos europeos recurren al BCE para ganar tiempo mientras ponen sus casas en orden.
Si algo han logrado los dirigentes de la zona euro durante los dos años que llevan gestionando sin éxito la crisis de la deuda pública, ha sido generar el dramatismo imprescindible para alcanzar un acuerdo en la cumbre europea del 8 y 9 de diciembre que suponga el inicio del fin de las turbulencias.
Deben pactar la enésima hoja de ruta para capear el temporal -más nos vale que por fin sea la buena- que contenga una reforma de los Tratados de la UE para endurecer la disciplina presupuestaria; y nuevos compromisos creíbles de reformas estructurales y saneamiento presupuestario. Objetivo: darle una coartada al Banco Central Europeo (BCE) para impulsar el crecimiento y dejar de lado la lucha contra la inflación; y recuperar la confianza de los mercados.
El propósito común es evitar que caigan como piezas de dominó España e Italia, el euro, y el conjunto de la economía mundial. Llegados a este trance, calculan los políticos que sus respectivas opiniones públicas ya están maduras para dar la bienvenida a un pacto salvador y obviar las concesiones realizadas. Francia aceptará ceder soberanía y Alemania hará la vista gorda con la ortodoxia monetaria.
Los dirigentes europeos deben convencer al BCE de que van a reformar y liberalizar de verdad sus mercados laboral, de bienes y de servicios como para descartar que a corto y medio plazo se disparen los precios y los salarios. Sólo así Fráncfort podrá aparcar su misión legal única -contener la inflación- y seguir bajando los tipos de interés para reanimar la actividad económica ahora que a los endeudados y envejecidos Estados no les queda margen fiscal para retomar los planes de estímulo de 2009. Y sólo esgrimiendo estas reformas el BCE podrá seguir inyectando liquidez a los bancos maltrechos.
El BCE necesita que los políticos le pertechen con coartadas para argumentar que estas medidas extraordinarias no dispararán los precios. Y para afirmar de manera creíble que sólo busca garantizar que el sistema financiero esté engrasado, para que no se cierre el grifo del crédito y que los efectos supuestamente beneficiosos de la política monetaria llegan a empresas y hogares. No es casual que en España cobre fuerza la creación de un banco malo para sanear el sector financiero, ni que esta semana Suecia exigiera a españoles e italianos que saquen los cádaveres que aún guardan en los armarios.
Estas mismas reformas también deben convencer a los mercados de que el Viejo Continente va a dejar de encorsetar su potencial de crecimiento. Porque los inversores saben que sólo si Europa crece podrá pagar lo que les debe.
Para recuperar la credibilidad ante el BCE y ante los mercados, y para satisfacer las exigencias de la todopoderosa Alemania, la cumbre también debe saldarse el viernes con un acuerdo para dar una nueva vuelta de tuerca a la austeridad presupuestaria. Sólo así Berlín y el Bundesbank mirarán para otro lado mientras Mario Draghi compre desde el BCE cuanta deuda sea necesaria para evitar que los mercados sigan desplumando a Italia y España cada vez que emiten bonos. O mientras Draghi preste dinero al Fondo Monetario Internacional (FMI) y este lo utilice para rescatar países europeos en apuros, con lo que se puentearían las trabas legales que impiden que Fráncfort lo haga directamente.
Las intervenciones del BCE no resolverán la crisis, pero deberían servir para que Europa vuelva a comprar tiempo de manera que sus países en apuros pongan su casa en orden, y para que los mercados se tranquilicen.
La señal más solemne de compromiso político que los Gobiernos pueden lanzar es modificar constituciones nacionales o, en el caso de la UE, los Tratados comunitarios. De ahí la insistencia alemana en reformar los Tratados. Otra cosa es que sea eficaz. Una reforma en profundidad requiere mínimo dos o tres años, y puede retrasarse o desactivarse si la rechaza vía referendum algún país, como hicieron en el pasado franceses, holandeses o irlandeses.
Por eso, las diplomacias europeas buscan vías como añadir un simple protocolo en los Tratados actuales; como se hizo para garantizar a Irlanda, por ejemplo, su neutralidad militar y el respeto a su posición contraria al aborto. Otra opción es crear por la vía rápida un Tratado paralelo como ya se hizo en Schengen para agilizar la libre circulación de personas, o en Prum para intercambiar pruebas policiales como datos de ADN. Si algún país se opone o no cumple algún criterio, quedaría excluido para que no pueda zancadillear este Tratado que, más adelante, se generalizaría si todos terminan pasando por el aro.
Cuanto más ambiciosa sea la reforma, más complicada será llevarla a buen puerto. Berlín quiere que el Tribunal de Justicia de la UE tenga potestad para juzgar a los países con déficits y deudas desbocados; que se les obligue a enmendar sus presupuestos; y que se les suspenda el derecho de voto en Bruselas: un castigo que ahora sólo se puede aplicar a los Estados que violen derechos fundamentales. Al final del proceso, podría llegar a emitirse algún tipo de eurobonos.