
La crisis no ceja: de nuevo, cuando el peligro parecía conjurado, la deuda soberana española ha acumulado un diferencial de riesgo de más de 230 puntos básicos con respecto al bono alemán, al mismo tiempo que, tras producirse una tranquilizadora secuencia de elogios al ajuste español ?incluso el de Angela Merkel-, han vuelto a manifestarse dudas sobre la solvencia española (en The Wall Street Journal, por ejemplo). La situación no parece grave pero conviene ponerse en guardia y, dado que es consecuencia de la acumulación de factores concurrentes, sería lógico tomar las debidas precauciones.
El desencadenante del incremento del interés de la deuda de los países periféricos de Europa-España, pero también Italia y Bélgica- ha sido la creciente impresión de que Grecia, que presenta dificultades insuperables para salir del pozo, podría tener que reestructurar su deuda, con una fuerte quita. Asimismo, el insólito resultado obtenido en las elecciones generales de Finlandia por el ultraderechista Timo Soini, al frente de una formación que, como otros populismos europeos, se niega a financiar a los países "despilfarradores" del sur de la Unión, ha puesto en guardia a los inversores.
Las reformas se paran
Pero no todas las culpas son externas y ajenas: después del anuncio de Rodríguez Zapatero que lo excluye de futuras competiciones, y que tuvo un efecto lenitivo en la inquieta política española, el presidente del Gobierno ha vuelto por sus fueros en lo referente a sus declaraciones extemporáneas, y en su reciente viaje a China, en el que su entorno cometió un descalificante error de comunicación sobre la inversión china en nuestras Cajas, Zapatero volvió a alardear de solvencia y de trabajo bien hecho, hasta, en el colmo de la osadía, compararse con Alemania. No sin descartar en tono impropio nuevos recortes como los que, todavía tímidamente, ha sugerido el FMI. No cabe duda de que esta vuelta a las andadas debilita la posición española en los mercados.
Pero, además, es una evidencia incontestable que las reformas estructurales españolas se han detenido. Desde el nombramiento de Valeriano Gómez -un personaje en brazos de los sindicatos- como ministro de Trabajo, las infecundas negociaciones con los agentes sociales se han dilatado hasta el infinito, de forma que, como una negociación concreta no prospera, se solapa con otras nuevas para dar sensación de febril actividad cuando la realidad se está produciendo una sucesión de naufragios.
Está detenida incomprensiblemente la negociación sobre la negociación colectiva, con todos los plazos caducados, sin que el Gobierno se anime a hacer lo que hizo con la reforma laboral: presentar sin más demora un proyecto de ley; y ahora se ha iniciado la del afloramiento de la actividad sumergida, que va por el mismo camino. ¿Por qué el Ejecutivo no asume de una vez su responsabilidad?
Nada se sabe tampoco del pacto educativo -o de la reforma unilateral que lo sustituya-, ni del pacto energético -o de las propuestas gubernamentales- ni de las decisiones tendentes a avanzar en la conquista de la productividad.
Parecería, en fin, que la insistencia oficial en que hemos hecho los deberes y no estamos por lo tanto en riesgo oculta en realidad un peligroso conformismo con el que el Gobierno trataría de obviar las decisiones impopulares que aún deben adoptarse. No podría haber peor noticia que ésta, ni más inútil porque la opinión pública es plenamente consciente de que los sacrificios que aún restan son indispensables para que este país salga definitivamente del atolladero.