Las cinco reformas aprobadas desde 1984 no han logrado resolver el problema de la temporalidad
madrid. Año 1984. Asfixiado por una economía en la que menos de la mitad de la población en edad de trabajar quería hacerlo y en la que uno de cada cinco trabajadores era incapaz de encontrar un empleo, el Gobierno de Felipe González pacta con UGT y CEOE una reforma laboral que abre las puertas a la contratación temporal para estimular la creación de empleo.
El por entonces ministro de Trabajo, Joaquín Almunia, estampó su firma en un acuerdo que permitía el uso del contrato temporal para cubrir puestos de trabajo permanentes con el único límite de no hacerlo durante más de tres años.
La reforma funciona. Las empresas se lanzan a contratar y aumentan tanto el número de ocupados como las personas dispuestas a trabajar. Sin embargo, el pacto tenía un lado oscuro. El contrato temporal se convierte en la norma (hasta entonces era la excepción) dentro del mercado laboral y la rotación de trabajadores dispara los gastos por desempleo.
El mercado laboral se daba de bruces con un problema que le perseguirá en el futuro: la temporalidad. En 1987, el porcentaje de temporales era ya del 15,6 por ciento y en 1990 superó el listón del 30, que aún se mantiene hoy.
Las sucesivas reformas operadas en 1994, 1997 y 2001 consiguieron modestos avances, pero no lograron modificar esa tendencia, que los expertos ya han elevado a la categoría de cultura. No en vano, la temporalidad en España duplica la media de la UE.
Llegados a este punto, cabe preguntarse si el modelo de consenso social y acuerdo entre sindicatos y empresarios elegido por los sucesivos gobiernos ha sido el más adecuado para resolver los problemas reales del mercado de trabajo.
¿Se hace lo correcto?
España es ahora la economía que más empleo crea de Europa, sí, pero lo hace con contratos temporales, con empleos precarios, en sectores poco productivos y con unos costes laborales superiores a los de sus vecinos. ¿No es un precio demasiado alto por la paz social?
"En absoluto", apuntan desde el Gobierno, "la historia dice que sólo las medidas pactadas por sindicatos y empresarios son efectivas". La afirmación no traslada una apuesta singular del Ejecutivo socialista por el diálogo social, el PP también usó este latiguillo para justificar su falta de acción en ámbitos con los convenios.
Y lo curioso es que no es cierta. Es verdad que la reforma de 1997, pactada, elevó la contratación fija y detuvo el ascenso de la temporal. Pero no es menos cierto que la inercia de creación de empleo venía de la operada por el socialista José Antonio Griñán en 1994 -que le valió una huelga general-, que supuso el mayor paso adelante dado jamás en la flexibilización del mercado de trabajo (creación de ETTs, descentralización hacia la empresa de la negociación colectiva, cláusula de descuelgue para que las empresas pudieran aplicar subidas salariales más modestas que las de convenio...).
Nadie lo admite, aunque expertos e incluso empresarios proclamen que la gran reforma del mercado laboral está aún por llegar. Los gobiernos no quieren comprometer su estabilidad con un posible conflicto social y los sindicatos son los principales beneficiarios del modelo del diálogo social. Dos décadas después: ¿Para qué han servido tantas reformas?