Economía

Por qué no se puede despedir a un funcionario en España aunque el Estado esté al borde de la quiebra

  • El marco legal que rige sus relaciones laborales es extremadamente garantista
  • Las causas que provocan la pérdida de empleo tienen que ser muy graves
  • Condenas penales, corrupción, abusos... son algunas de las causas

En España, conseguir una plaza de funcionario mediante oposición equivale prácticamente a obtener un empleo de por vida. Una vez superada la oposición y adquirida la condición de funcionario de carrera, las posibilidades de despido son mínimas, salvo en circunstancias excepcionales que nada tienen que ver con la economía (como el resto de trabajadores) ni siquiera con la solvencia del Estado. Los datos lo corroboran: en más de dos décadas, han sido muy pocos los funcionarios que han perdido su plaza... y la mayoría por condenas penales, ninguno por una crisis económica que haya desequilibrado las arcas del Estado o comunidad autónoma (ni cuando el déficit público superó el 10% del PIB durante la crisis financiera). Aunque el mercado laboral convencional está directamente ligado y relacionado con la economía, el del empleo en el sector público no guarda esta relación tan estrecha. Estas cifras evidencian el férreo blindaje laboral del empleo público español en casi cualquier tipo de contexto.

El sector público español emplea a una proporción significativa de la fuerza laboral. En 2024 alcanzó un récord de efectivos: unos 3,6 millones de empleados públicos (no todos son funcionarios), equivalentes aproximadamente al 16%-17% del total de asalariados. Las Administraciones (Estado, autonomías y entes locales) nunca habían tenido tantas personas en nómina. Según los últimos datos publicados por Eurostat, España gasta más de 150.000 millones al año en sueldos y compensaciones a empleados públicos (funcionarios, empleados públicos, empleados de empresas públicas, embajadas...). Este indicador contabiliza los pagos monetarios, en especie y contribuciones a la Seguridad Social. Esos 150.000 millones suponen un porcentaje importante de todo el gasto público que apenas puede modificarse.

A pesar de su tamaño, la plantilla pública arrastra un marcado dualismo entre personal fijo e interino. A comienzos de 2024, cerca de una cuarta parte (24,5%) de los puestos estaban ocupados por funcionarios interinos —nombrados temporalmente, sin plaza en propiedad— y otros cientos de miles correspondían a personal laboral temporal y eventual. La Encuesta de Población Activa situaba la tasa de temporalidad en el sector público en torno al 29,5%, muy por encima del objetivo de bajar del 8% que prometía la Ley 20/2021 de reducción de la temporalidad. En la práctica, muchos interinos encadenan años (incluso décadas) en situación precaria, mientras que quienes logran la plaza fija disfrutan de una estabilidad prácticamente absoluta.

Blindaje legal y trabas burocráticas

La razón principal de esta "inamovilidad" radica en un marco legal sumamente garantista. El Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP) establece que un funcionario de carrera solo puede perder su condición en supuestos muy tasados: renuncia voluntaria, pérdida de la nacionalidad, sanción disciplinaria de separación del servicio, condena penal con inhabilitación, jubilación o fallecimiento. En otras palabras, ni un desempeño deficiente ni las necesidades económicas de la Administración son causa legal de despido de un funcionario fijo. El puesto está protegido por derecho, salvo que concurra una falta gravísima o una sentencia judicial que lo aparte del cargo.

Esto se pudo observar durante la crisis que atravesó la economía de España entre los años 2008 y 2014. Aunque es cierto que el empleo público soportó ciertos ajustes (congelación salarial, menos pagas extra...), los funcionarios con plaza se mantuvieron en sus puestos, mientras que el mercado laboral sufría un desempleo histórico que llegó a rebasar el 26%. Por tanto, si las causas económicas (que debería ser lo razonable) no son suficiente motivo para poder ajustar la plantilla de funcionarios, ¿qué debe pasar para que se pueda 'despedir' a un funcionario? Ni causas económicas, ni bajo rendimiento...

Así, la única vía para expulsar a un funcionario por motivos de comportamiento es a través de un expediente disciplinario que concluya con la sanción más severa: la separación definitiva del servicio. Pero dicha sanción solo procede frente a infracciones muy graves –por ejemplo, corrupción, acoso laboral o revelación de información reservada– y siempre tras un procedimiento formal con todas las garantías legales. Faltas de menor entidad (impuntualidad, bajo rendimiento, ausencias esporádicas, etc.) pueden conllevar suspensiones temporales de empleo y sueldo, pero no la pérdida de la plaza. En la práctica, el régimen disciplinario es estricto en el papel, pero complejo de aplicar hasta sus últimas consecuencias.

La rigidez del proceso contribuye a que los despidos sean casi inexistentes. Abrir un expediente disciplinario es un trámite largo y minucioso, donde cualquier error procedimental puede anular la sanción impuesta. Además, el funcionario tiene derecho a recurrir sanciones ante los tribunales, dilatando aún más el desenlace. Muchos directivos públicos renuncian a iniciar estos procedimientos engorrosos, optando en su lugar por otras vías: desde trasladar al empleado problemático a otro puesto hasta esperar a que se jubile. El temor a equivocaciones, junto con la pesada carga burocrática, actúa como un fuerte disuasor a la hora de emprender un despido en la Administración.

A los obstáculos jurídicos se suman los sindicales y culturales. Los sindicatos de empleados públicos suelen oponerse frontalmente a cualquier endurecimiento del régimen disciplinario o intento de flexibilizar el despido, en defensa de la estabilidad laboral de sus afiliados. De hecho, cualquier propuesta en esa línea desata polémica: por ejemplo, una reciente iniciativa de endurecer las sanciones por impuntualidad generó "intenso debate tanto en el ámbito político como sindical, con voces a favor y en contra".

Las centrales sindicales perciben estos cambios como ataques a derechos adquiridos, mientras el Gobierno sostiene que busca modernizar la gestión pública. Esta confrontación dificulta introducir reformas que agilicen la salida de empleados incumplidores. Por otra parte, existe una cultura corporativa arraigada: entre compañeros y jefes suele preferirse evitar el conflicto abierto, lo que se traduce a veces en tolerancia o "vista gorda" ante incumplimientos menores. En conjunto, el despido de un funcionario termina siendo la última (y raramente utilizada) opción. Todo ello, podría, sin duda, influir en la productividad de estos empleados que son conocedores de la situación o blindaje del que disfrutan.

Despidos: de la rareza a los casos extremos

Aunque este es un tema tabú y del que se habla muy poco, hay un registro un tanto desfaso de los 'despidos' de funcionarios en las últimas décadas. La consecuencia de todos esos factores comentados con anterioridad es que los ceses de funcionarios de carrera son auténticas rarezas estadísticas. Según datos oficiales recopilados por la fundación Civio, entre 1996 y 2018 solo 524 funcionarios en toda España perdieron su condición, de los cuales 505 fue tras condena judicial firme (con inhabilitación) y apenas 19 mediante sanción administrativa interna. Esto equivale a un promedio cercano a 20 casos al año, una cifra diminuta frente a los cientos de miles de empleados públicos existentes. Además, ninguno de esos ceses obedeció a problemas de productividad o indisciplina ordinaria; casi todos derivaron de delitos graves o de situaciones extremas (como el abandono total del puesto).

La realidad cotidiana ofrece ejemplos elocuentes de cuán difícil es apartar a un funcionario, incluso ante comportamientos escandalosos. Un caso notorio es el del llamado "funcionario fantasma" de Cádiz: un ingeniero de una planta municipal que dejó de presentarse a trabajar durante seis años sin que nadie advirtiera su ausencia. Cuando finalmente se descubrió el caso –irónicamente, al intentar entregarle un premio por su supuesta trayectoria– el empleado ya estaba próximo a la jubilación. La consecuencia fue sorprendente: únicamente se le impuso una multa por absentismo. No perdió su plaza ni sufrió inhabilitación alguna, ilustrando hasta qué punto incluso un incumplimiento extremo puede saldarse sin despido en el sector público.

Además, la mayor parte de los funcionarios 'despedidos' suelen ser policías nacionales. De los 500 funcionarios que han perdido su condición, más de 200 han sido policías que se han extralimitado en sus funciones de forma aberrante (torturas, abusos, corrupción..).

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