
La universidad ha recorrido un fructífero camino hacia la igualdad entre las personas de distinto sexo. Sin embargo, en la máxima responsabilidad la disparidad es patente: sólo ocho de las 50 universidades públicas están gobernadas por una rectora (apenas un 16 %). Algo más estimulante es el panorama de las privadas, donde también hay ocho mujeres pero sobre un número de paraninfos menor, resultando en un índice que, si bien duplica al de las universidades públicas, resulta igualmente insuficiente.
Nos preguntamos si existe una razón oculta que impida el lógico progreso en igualdad de condiciones a los cargos ejecutivos en la universidad. Dicho de otro modo: ¿es una situación temporal que se superará en unos años, o bien hay un problema estructural que debemos atajar?
Tal vez ambas hipótesis se verifiquen. La teoría del cambio gradual tiene apoyo en la restricción contenida en el artículo 20 de la Ley Orgánica de Universidades (LOU), que condiciona el acceso al rectorado, en la pública, a la condición de catedrático. Puesto que el progreso a la cátedra es lento, se limita el grupo de profesoras con sufragio pasivo.
En las privadas, por el contrario, no rige con carácter general esta norma, lo que tal vez explique su mayor cociente de rectoras. El corolario es que se precisa lograr la igualdad en el cuerpo de catedráticos, donde las mujeres hoy apenas representan el 25%, pero el proceso es exageradamente lento. Pensemos que casi la mitad de los 10.782 catedráticos existentes tiene 60 años o más, e incluso uno de cada cuatro supera los 65. Otro problema se da bajando al siguiente nivel, porque esperaríamos una distribución equitativa de la cantera que tampoco se da: sólo el 41,8 % del personal docente e investigador son mujeres, el 41,3 % en las universidades públicas y el 44,4% en las privadas.
En estas condiciones, lograr la igualdad al máximo nivel universitario requerirá, cuando menos, dos o tres generaciones para que el claustro de catedráticos sea paritario. Tal vez se podrían argumentar diferencias emergidas en una herencia social y cultural, e incluso sicológica, como si los hombres están más dispuestos a pagar el alto precio de la dedicación o si las mujeres pueden siquiera considerarlo, teniendo en cuenta sus responsabilidades hacia niños, personas mayores, etc. pero encuentro esta diatriba poco productiva. Prefiero examinar circunstancias que se puedan medir y modificar mediante medidas políticas.
En particular, creo que la endogamia que reina en la universidad es nefasta porque evita la transparencia en la selección de esos delfines y perpetúa sesgos de género. Asombra saber que el 73,5% del PDI trabaja en la misma universidad pública donde leyó la tesis. En las privadas la situación es menos llamativa, con un porcentaje del 32,9 %, pero también mejorable.
En suma, si queremos reducir de tres generaciones a dos o una la consecución de la paridad entre rectores y rectoras, las universidades tienen que reformar radicalmente sus procesos de selección de profesorado, sobre todo las públicas, y el legislador debería examinar con ojo crítico las restricciones que existen para llegar a rector.
Elaborado por M. Concepción Burgos, Rectora de Udima