Estas últimas semanas la filosofía ha estado muy presente en los medios de comunicación. La aprobación de los currículos de secundaria de la nueva ley educativa, con una nueva ordenación para las asignaturas de filosofía, ha espoleado una discusión un tanto escorada, que ha pasado por alto la recuperación de una historia de la filosofía obligatoria para todas las modalidades de bachillerato para concentrar los embates en la pérdida de una ética optativa en secundaria, ya muy disminuida respecto a lo que fue hace años. Pero al menos ha servido para conseguir una resonancia que no le es fácil.
No le durará mucho, pero en esta auditoría a la que nos hemos obligado todos puede resultarnos más fácil intentar desencallar la contradicción con el que otras veces han jugado con sus titulares los medios cuando han aludido a la filosofía, con las declaraciones esporádicas de empresarios de éxito sobre la importancia que ha tenido para ellos una disciplina que en la conciencia colectiva tiene mucho de inútil: una imagen que no le ha solido disgustar a la filosofía, por lo que tiene de provocación, y de dejarla hacer, pero también de indicio de saber ir más lejos, sin andarse tropezando con los obstáculos más inmediatos.
Hay otro lugar común que es más perverso que esa inutilidad de la filosofía: el que obliga a los estudiantes, a las personas con estudios en general, a ser de ciencias o de letras. No por el hecho de especializarse en un campo de conocimiento concreto, que es lo razonable, sino por el modo de plantear esa división como una liberación de tareas, como la oportunidad de descartar uno todo lo que queda al otro lado, como si no lo necesitara o lo fuera a necesitar.
Con este muro enorme que nos hemos dejado levantar, el mundo de la empresa o de la industria ha quedado del lado de las ciencias, y muchos de los que han acabado en él se han sentido legitimados para echar fuera de sus vidas todo lo que suene a humanidades, al no entender que detrás de lo anecdótico de esas declaraciones a favor de la filosofía o la literatura de quienes admiramos por haber llegado a lo más alto está la convicción de que el primer objetivo de su formación debe ser su desarrollo integral como personas, no hacerse con un manual de instrucciones. Lo que como enunciado general a algunos les puede sonar cándido, o solo buenista, pero que dicho por ellos, con el énfasis y la frecuencia con que además lo dicen, debería servir al menos como advertencia, por si esa austeridad con todo lo que queda fuera de su especialización fuera en realidad una mutilación de lo más frívola.
A la filosofía le gustan las paradojas: su imagen de inútil, decía, es una de ellas. Es solo cuestión de saberle ver el envés a esa realidad aparentemente contraria a la lógica. Aquí bastaría con darle la vuelta al razonamiento: no pensar en materias o en estudios para cada trabajador u oficio sino en las cualidades que necesitamos o queremos todos. A mis alumnos de filosofía les insisto mucho en que tenemos que trabajar sus capacidades analítica, crítica, creativa o resolutiva, por ejemplo. Desmenuzar y construir textos filosóficos es una tarea perfecta para ello. Como aprender de los grandes filósofos de la historia. Pero no se me ocurre nadie que no necesite cualquiera de estas competencias. Con independencia de qué modalidad de Bachillerato prefiera hacer, o a qué quiera dedicarse en el futuro.
Elaborado por Enrique Ferrari, Director del grado de Filosofía, Política y Economía de la Universidad Internacional de La Rioja