
Vivimos en una economía digital, en la que el conocimiento y la capacitación del capital humano son los únicos factores que permiten competir con éxito. No es una frase hecha ni una exageración. La información, la financiación o la tecnología son hoy más fáciles de conseguir que en ninguna otra época, pero el recurso más escaso es el talento. A pesar de las críticas metodológicas que despierta, la relación entre los resultados de los estudiantes en el informe PISA y el crecimiento económico de un país muestran una alta correlación.
La educación no puede vivir al margen de este hecho. Desde la escuela primaria hasta la de doctorado, una formación deficiente perjudicará al estudiante en su futura vida laboral. La Universidad, en su ámbito de actuación, tiene la obligación de preparar a los alumnos para un mundo que cambia a una velocidad asombrosa.
Esta situación ya era obvia antes de 2020, pero la pandemia ha obligado al sistema educativo a reaccionar de forma acelerada. Las clases retransmitidas por streaming o los exámenes administrados por plataformas online son la parte más visible de este fenómeno, pero hay una tendencia de fondo aun más importante. El profesorado tiene que adaptarse a los cambios con la misma agilidad que el mundo exterior, si no quiere ser una rémora para los estudiantes.
La Universidad tiene como objetivo formar a futuros profesionales e investigar. Ninguno de los dos se puede conseguir sin una relación diaria con las necesidades de la sociedad. El método tradicional de enseñanza, era el mismo que, en esencia, se desarrolló en las universidades medievales. Profesor y alumno estaban en dos planos diferentes, el primero transmitía conocimientos y el segundo los recibía de modo más o menos pasivo. El Licenciado era aquel que había conseguido la licencia para enseñar y el doctor, el sabio. Una vez alcanzado ese nivel, el conocimiento solo fluía en un sentido.
Esto no puede seguir así. El profesorado universitario tiene que conocer por experiencia propia lo que va a encontrar el alumno extramuros. Desde la tecnología, a las metodologías de la empresa o los fenómenos culturales. Si la actual generación que está en las aulas ha nacido con un smartphone bajo el brazo, no sirve de nada escandalizarse porque no asimilen libros de texto de 500 páginas como hace tres décadas. Hay que adaptar la docencia a un público cuya capacidad de atención no es mejor ni peor que la de sus padres, pero sí muy diferente.
Además, el conocimiento no es unidireccional. Las fuentes de las que debemos nutrirnos los profesores actuales son muy variadas y un porcentaje importante del trabajo consiste en actualizarse. Los alumnos nos transmiten las necesidades e ideas de quienes van a manejar el mundo en veinte años. No podemos responder con las mismas recetas que aprendimos nosotros porque han quedado obsoletas.
La educación superior tiene que entenderse como un objetivo compartido, entre profesores y alumnos. Los que conocimos otro tipo de Universidad, no podemos perpetuar modelos de comportamiento arbitrarios o injustos, con una evaluación en la que se jugaba todo a cara o cruz y con niveles de exigencia que llegaban a ser crueles. Eso no es lo que demanda la sociedad ni lo que forma a los estudiantes. Necesitan modelos de los que aprender, sean de conocimientos técnicos o de comportamiento. ¿Cómo se resuelven los conflictos?, ¿cómo se gestiona un equipo humano?, ¿cómo se motiva?, ¿cómo se reconoce el esfuerzo o se apoya a quien lo necesita?, ¿cómo trabajo con profesionales con una formación y visión del mundo muy diferentes a la mía?
No es una cuestión de tecnología, la transformación de la Universidad comienza por la actitud. La pandemia nos ha empujado a nadar en un mar embravecido, ya no hay vuelta atrás, mejor nadar con tesón para alcanzar una orilla más segura.
Elaborado por Javier Algarra, Director académico del área de Ingeniería y Ciencias de U-tad