La ciencia es un pilar de la sociedad democrática. Lo comparto y así lo he escrito otras veces: la ciencia nos ayuda en la difícil tarea de tomar decisiones en condiciones de incertidumbre y de complejidad. Porque vivir, y sobre todo vivir en una democracia aceptable, significa no eludir la complejidad y la incertidumbre, sino aprender a convivir con ellas y a integrarlas en nuestra cotidianidad.
La cultura de la investigación científica corresponde a un conjunto de valores, prácticas y elementos que orientan y hacen patente su valor y su prioridad para un futuro más sostenible, justo y saludable. A partir de esta definición, en la Comisión de Investigación e Innovación de mi universidad estamos trabajando para que la cultura de investigación genere y promueva ambientes de trabajo para favorecer y fomentar el pensamiento crítico y la creatividad. La universidad debe ser el entorno desde donde los profesionales —se llamen científicos, pensadores, profesores o investigadores— puedan generar nuevos conocimientos que cuestionen el statu quo. La tópica torre de marfil debe ser sustituida por espacios abiertos, libres, permeables, orientados a largo plazo, independientes de intereses espurios, liberados de controles y censuras, y donde la única limitación sea el conocimiento y el bien común.
Cuando el mundo se enfrenta a retos sociales y ambientales complejos, la universidad se debe ofrecer como el espacio necesario donde poder hacerse preguntas, donde debatir libremente, donde descubrir nuevos lugares intelectuales. Un ágora abierta a la comunidad científica y académica, pero también a los propios estudiantes, a los graduados y graduadas (alumni) y a cualquier colaborador en un sentido amplio. En resumen, esto significa abarcar grandes capas de nuestra sociedad. Si entendemos la universidad como nodo de conocimiento que permite formarse a lo largo de la vida a la vez que preguntar, analizar, debatir y estudiar, se debe actuar en consecuencia. Pensar, aprender a pensar, es algo que nos implica a todas y todos.
Para la ciudadanía, la pandemia de la COVID-19 ha puesto de relieve la importancia de la ciencia. Y si la ciencia nos ha de ayudar a hacer frente a los retos de futuro, necesitamos educar en la cultura de la investigación científica. Debemos diseñar los currículos incorporando contenidos específicos, pero sobre todo debemos practicar los valores y hacer que impregnen nuestro trabajo diario como profesores y profesoras que generamos conocimiento —mediante la investigación—, que lo transmitimos —mediante la docencia— y que lo intercambiamos con el resto de agentes sociales de la comunidad a la que servimos. Hay que admitir, si hacemos autocrítica, que no siempre predicamos con el ejemplo: no lo hacemos cuando no abrimos el conocimiento que generamos a toda la sociedad, no lo hacemos cuando lo transmitimos sin promover el pensamiento crítico o la creatividad, y no lo hacemos cuando valoramos tan poco el intercambio de conocimiento que el personal investigador lleva a cabo con la sociedad.
El profesorado universitario debemos movernos en un entorno de ciencia abierta. En otras palabras, tenemos que hacer que los resultados de la investigación, sean publicaciones o datos obtenidos, estén disponibles para todos y accesibles en todas partes. Aún más si la investigación está financiada públicamente. Esto también nos exige repensar los sistemas de evaluación de la investigación y de promoción del profesorado, en los que aún pesa en exceso el número de artículos publicados y las revistas donde aparecen —el famoso publish or perish—. La obsesión por el factor de impacto de las revistas a menudo aleja la ciencia de la sociedad y, convertido en negocio privado, dificulta el acceso abierto al conocimiento.
Aparte de la ciencia abierta, también se deberían considerar otros parámetros en la valoración de la investigación del profesorado, como qué se aporta a la sociedad (qué problema se quiere resolver, qué pregunta se quiere responder o a qué reto se hace frente), la capacidad de formar futuros investigadores, el crecimiento —también en calidad humana— del propio equipo o el impacto social de la investigación llevada a cabo. Afortunadamente, ya hay varios movimientos internacionales que ayudan a mejorar los sistemas de evaluación, como la San Francisco Declaration on Research Assessment (DORA), y bastantes iniciativas a favor de la ciencia abierta, como la de la European University Association, que facilitan la transición hacia una forma más sostenible y responsable de evaluar la investigación.
Ahora bien, además de generar conocimiento relevante de manera responsable y publicarlo en abierto, también hay que ser capaces de conectarlo con otros ámbitos fuera de las propias fronteras disciplinarias. Para abordar la complejidad necesitamos la interdisciplinariedad, puesto que a menudo muchos de los retos de presente y futuro se encuentran en los espacios de frontera, como los existentes entre la tecnología y las ciencias humanas, por ejemplo. La formación y el trabajo de los científicos requiere aprender a abrir la mente y a conectar conocimiento. Entre disciplinas. Entre ciencias sociales e ingenierías, entre humanidades y ciencias experimentales. Entre los saberes dentro de la universidad y los generados fuera (en un hospital, en un museo, en una ONG o en una empresa), e intercambiar estos conocimientos entre sí para que emerja un conocimiento nuevo, aparezcan nuevas preguntas o se obtengan resultados aplicables. Por eso hay que valorar toda la tarea de intercambio de conocimiento, además de su transmisión y su difusión.
La emergencia de nuevo conocimiento a partir del cruce de varias disciplinas es lo que hemos convenido en llamar transdisciplinariedad. Por ejemplo, de la intersección entre ingeniería informática y ciencias de la salud, emerge la salud digital. Y es con este nuevo conocimiento, en el que interaccionan personas formadas en diversas ramas del saber (informática, telecomunicaciones, medicina, psicología, salud pública), con el que se pueden abordar problemas complejos, como investigar sobre la tecnología más adecuada para el rastreo de contactos en una pandemia. Con una visión poliédrica o, si se quiere, holística, es posible acercarse a la complejidad, si bien la dificultad es igualmente gigantesca porque a menudo la manera de poder responder preguntas de investigación es delimitarlas mucho. De lo contrario podrían ser inalcanzables, imposibles de contestar. El reto también lo tenemos aquí. Por ello, repensar la cultura de la investigación requiere necesariamente considerar mucho más tanto la interdisciplinariedad como la transdisciplinariedad.
Decía antes que conectar e intercambiar conocimiento genera resultados aplicables. Un buen ejemplo de ello es la investigación traslacional, es decir, la que tiene en cuenta el potencial usuario final de los resultados: sea el estudiante en el caso de la investigación educativa, sea el paciente en el caso de las ciencias de la salud. En la investigación traslacional en salud, la participación del paciente es clave, no solo como sujeto de estudio, sino como agente que interviene en el diseño de la investigación. En el ejemplo anterior sobre una tecnología de rastreo de contactos, es fácil imaginar la participación de pacientes y de ciudadanos en una fase de la investigación en la que se lleve a cabo el codiseño de una app para comunicar sobre síntomas y contactos.
Así pues, una vez establecido que la ciencia acompaña a la ciudadanía (pero que también forma parte de esta, la conforma y quiere tener voz en ella), la participación activa de la sociedad en la investigación es primordial. Una participación activa que pasa a ser, además, un anclaje firme de una nueva cultura de la investigación, en la que el intercambio entre laboratorio, profesionales y ciudadanía debe ser mucho más abierto.
Elaborado por Marta Aymerich, vicerrectora de Planificación Estratégica e Investigación de la UOC