
La semana pasada, la fundación Hyatt anunció el ganador del premio Pritzker de 2017. El jurado concedió el galardón al estudio catalán RCR Arquitectes, encabezado desde su fundación en 1988 por Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramón Vilalta. Desde el mismo momento de la notificación, se sucedieron las reseñas en distintos medios de comunicación (sobre todo españoles), glosando la arquitectura de RCR con términos como "sencilla", "luminosa", "pausada", "dialogante" o "rigurosa".
Todos estos adjetivos me parecen perfectamente válidos para calificar la obra de los premiados, e incluso añadiría otros como "sensible" u "honesta". En definitiva, que RCR es un estudio muy bueno que produce una arquitectura estupenda desarrollada con enorme seriedad, dedicación y profesionalidad. Lo cual no es poco, y mucho menos en unos tiempos donde la arquitectura mediática tiene más que ver, precisamente, con el espectáculo, que con la creación de los mejores lugares posibles para el bienestar de sus usuarios.
Sin embargo, no estoy tan seguro de que los valores de la obra de RCR, mucho más que notables, sean suficientes como para concederles el supuesto máximo honor de la profesión, eso al que, las mismas reseñas periodísticas denominan "el Nobel de la arquitectura". El problema no son los edificios de RCR sino considerar que el Pritzker es equivalente al Nobel, que se le considere el premio de mayor prestigio en la profesión o incluso si es posible que exista un máximo galardón de la arquitectura.
No es el Nobel
Sí, todos sabemos que esta denominación se hace para que el lector no familiarizado con la arquitectura reconozca la importancia del premio, pero no, el Pritzker no es el Nobel. En principio, y desde un punto de vista normativo, no tiene demasiado que ver con los Nobel de física, química o medicina porque estos últimos se conceden a científicos por un descubrimiento, desarrollo o investigación concreta, mientras que el Pritzker corona a la obra completa de los galardonados. Como afirma su propia acta: "honra a un arquitecto o arquitectos vivos cuya obra construida demuestra una combinación de las cualidades de talento, visión y compromiso, la cual ha producido contribuciones significativas a la humanidad y al entorno a través del arte de la arquitectura".
A priori, el más parecido sería el Nobel de literatura. También homenajea la consistencia de una obra sin detenerse en los picos (o valles) que dicha obra pueda presentar. En este sentido, la Academia Sueca se preocupa bastante de conceder el Nobel a literatos de cierta edad que, de alguna manera, no tengan que probar si son verdaderos merecedores del premio. Incluso en casos más controvertidos como el reciente Nobel al cantautor Bob Dylan, e independientemente de su calidad, no hay espacio para dudar de un corpus más que amortizado por la historia contemporánea. Digamos que el Nobel de literatura puede no gustar a todo el mundo pero, en sus más de cien años de historia, al menos ha demostrado una manifiesta consistencia general.
No sucede igual con el Pritzker. A lo largo de sus treinta y ocho ediciones, el jurado nominado por la fundación Hyatt ha alternado decisiones solidas e irrefutables con otras bastante dudosas. En primer lugar porque, salvo casos excepcionales como el de Frei Otto, receptor del premio en 2015 a los noventa años de edad, la mayoría de los Pritzker se han concedido a arquitectos en plena actividad profesional. Teniendo en cuenta que la arquitectura es una disciplina que se desarrolla hasta edades muy avanzadas, es perfectamente normal que a un arquitecto de cincuenta o sesenta años aún le queden dos o tres décadas de carrera, con lo que aumentan las posibilidades de que su obra posterior al galardón no aguante la comparativa con la que le hizo merecedor del mismo. Y en casos como el de Alejandro Aravena, premiado en 2016 con tan solo cuarenta y ocho años y la mayor parte de su carrera aún por delante, se diría que el Pritzker premia más una aproximación potencial que un trabajo consolidado.
En realidad, esto no tendría por qué representar un problema; se ha concedido un premio por la actividad que ha desarrollado un determinado arquitecto o estudio de arquitectura hasta el preciso momento de recibir dicho premio. El inconveniente es, entonces, considerar que es el máximo galardón de la profesión cuando, teóricamente, se concede a toda una carrera profesional.

Fachada de la Haas-Haus, diseñada por Hans Hollein, premio Pritzker 1985. Imagen de Dreamstime
No se pude considerar a Hans Hollein, Pritzker en 1985, como uno de los mejores arquitectos de la historia contemporánea cuando su obra respondía a una corriente, el posmodernismo, que tuvo una vida más bien efímera, y ni siquiera fue uno de los investigadores del movimiento como si lo había sido Robert Venturi, premiado, curiosamente, seis años después. Es difícil pensar que Zaha Hadid o Thom Mayne, cuya obra postrera es, como poco, indolente, estén a la altura de sus propios y fulgurantes inicios.
Bandazos en los premiados
Estos bandazos del Pritzker responden esencialmente a dos razones. Por un lado, la arquitectura, pese a lo permanente de sus productos, ha experimentado en estos últimos cuarenta años numerosos cambios, evoluciones y regresiones en su pensamiento e investigación. Tendencias, movimientos, corrientes e incluso modas ha nacido y han muerto en apenas dos o tres décadas, y se han visto reflejadas en los respectivos receptores del galardón. Así, el Pritzker siempre ha tenido mucho más que ver con premiar al arquitecto más representativo del momento que con lo que se supone que es o con lo que, en efecto es, un Nobel de literatura.
Pero los bandazos tienen otro motivo, el derivado de quienes conceden el premio. El jurado del Pritzker no está compuesto por dieciocho miembros de una academia de lengua ni por cincuenta de una academia de ciencias. Lo forman un mínimo de cinco y un máximo de nueve profesionales, algunos relacionados con la disciplina (arquitectos o críticos) y otros bastante menos, como el juez estadounidense Stephen Breyer o el presidente de la compañía automovilística TATA, Ratan N. Tata.
Además los componentes solo sirven en el jurado durante una cantidad limitada de tiempo, en palabras de la propia fundación Hyatt "para asegurar el equilibro entre miembros antiguos y nuevos". Siendo los jurados rotatorios y cambiando cada poco, se consigue, en efecto, que no haya una corriente dominadora del premio pero, por otro lado, se pierde la consistencia en los méritos que otorgan el galardón.
Motivaciones diversas
Así, ha habido Pritzker que premiaban la investigación o el avance social, otros que se destacaban por un trabajo riguroso y algunos que parecían responder solo a la moda del momento. Los menos han sido los que aunaban todo lo anterior; es decir, los que realmente significan una excelencia total en la arquitectura.

Heydar Aliyev Center, en Bakú, diseñado por Zaza Hadid, premio Pritzker en 2004. Imagen de Dreamstime
En descargo del Pritzker habría que entender que, para poder brillar en todos los campos no se precisa únicamente del talento del creador sino también, y de una manera decisiva, de la complicidad, el conocimiento y la capacidad de riesgo de los clientes. De la misma manera que el la mejor película del año está dirigida, guionizada e interpretada por un director, un guionista y unos intérpretes, pero el Oscar a mejor película se entrega a los productores de la cinta. O sea, a quien conoce, confía y se arriesga para que ese filme exista.
Pero no me malinterpreten; estoy seguro de que las intenciones de la familia Pritzker y la fundación Hyatt son honestas y que no hay intenciones comerciales ocultas. Sencillamente, la propia mecánica del premio está concebida para tener fallos.
Entonces, y atendiendo a todas estas imperfecciones, ¿por qué el Pritzker, un premio concedido por una fundación privada perteneciente a una cadena hotelera, es el galardón de mayor prestigio del mundo de la arquitectura? Pues porque lo es. Porque no hay otro premio internacional que distinga la carrera de un profesional supuestamente sin atender a tal o cual edificio determinado. Y lo cierto es que este prestigio está ahí. Y lo está prácticamente desde el momento de su creación, hace menos de cuarenta años.
Quizá los arquitectos necesitamos algo que nos diga lo buenos que somos. Algo que nos recuerde que, en el fondo, podemos tener talento y compromiso y crear contribuciones significativas a la humanidad. Aunque ese algo no sea el Nobel y, en realidad, se parezca mucho más a los Oscar de Hollywood, con sus indiscutibles premios a Katharine Hepburn, pero también sus vergonzosas estatuillas a Marisa Tomei o a 'Braveheart'.