
El miércoles pasado, la Fundación Hyatt entregó el Premio Pritzker a Alejandro Aravena, arquitecto chileno nacido en Santiago en 1967.
Según Tom Pritzker, presidente de la fundación: "El jurado ha seleccionado un arquitecto que profundiza nuestra comprensión de lo que es realmente un gran diseño. Alejandro Aravena ha sido pionero en un tipo de práctica colaborativa que genera potentes obras arquitectónicas y también aborda algunos de los principales desafíos del siglo XXI. Su obra construida ofrece una oportunidad económica a los menos privilegiados, mitiga los efectos de los desastres naturales, reduce el consumo energético, y proporciona espacios públicos acogedores. Innovador e inspirador, demuestra que la buena arquitectura puede mejorar la vida de las personas".
Lo cierto es que el texto es lo suficientemente halagador como para no poner en duda el criterio del Pritzker y lo bastante difuso como para poder aplicarse a más de un arquitecto, y no solo de los contemporáneos. Como además Aravena no es un profesional de excesivo relumbrón para el gran público, entre otras razones porque la mayor parte de sus edificios se levantan en Chile, muchas de las publicaciones tanto especializadas como generalistas, han editado las correspondientes semblanzas del arquitecto chileno y de su obra. Sin embargo, la mayoría han olvidado la que es, a mi juicio, la pregunta más importante: ¿Es Alejandro Aravena merecedor del galardón más prestigioso del mundo de la arquitectura?
Para decidirlo, primero debemos saber qué es exactamente el Pritzker. El Pritzker es un premio de iniciativa privada y concedido por una empresa privada: la Fundación Hyatt, dependiente del gigante hotelero homónimo. Su periodicidad es anual y la decisión corre a cargo de un jurado compuesto por entre cinco y nueve miembros, todos ellos profesionales de reconocido prestigio en el ámbito de la arquitectura y en su mayoría arquitectos.
Además, los miembros del jurado se renuevan con una periodicidad irregular, pero que se sitúa alrededor de los cinco años. Con estas premisas, y teniendo en cuenta que la historia del Pritzker tan solo se remonta a 1979, es lógico pensar que las características de los distintos premiados a lo largo de los años no sean precisamente uniformes: algunas veces se ha recompensado la innovación espacial o estética, otras la relación con las preexistencias o el diálogo con la arquitectura vernácula, y más de una vez se han distinguido los avances sociales o socioeconómicos.
Centro de Innovación de la Universidad Católica de Chile. Foto: Leonardo Maldonado (CC)
¿Y qué es lo que han premiado en Aravena? Pues se diría que una suerte de mezcla de referencias e intenciones. Sus edificios públicos como el Centro de Innovación o las Torres Siamesas, ambos en la Universidad Católica de Chile, parecen obras de creadores bien distintos: la silueta cartesiana y ciclópea del Centro de Innovación, con sus huecos conscientemente fuera de escala y el uso del hormigón visto es casi opuesta al perfil bamboleante de la doble fachada de vidrio de las Torres Siamesas.
Fijémonos también en la parte social de la obra de Aravena, expresamente mencionada en el fallo del jurado del Pritzker. Las operaciones de vivienda social tanto en Villa Verde como en Quinta Monroy exploran más allá del mero proyecto edificatorio y profundizan en las verdaderas condiciones económicas de los futuros habitantes de sus viviendas. Así, las viviendas no se entregaron completamente terminadas sino que se planteó un sistema constructivo enormemente sencillo que permitiese a los propios habitantes ampliar su casa según sus propias necesidades.
Piensen que, por ejemplo, las viviendas de la Quinta Monroy estaban destinadas a las personas más pobres de la sociedad y que llevaban más de 30 años ocupando un terreno de forma ilegal. Aravena, junto a su estudio Elemental, exprimieron el escaso presupuesto hasta las últimas consecuencias, construyendo viviendas mínimas de 35 m2, pero que podían ir incrementándose en el tiempo hasta 70 m2 de un modo económico, eficaz y, literalmente, "a su gusto". Así ha sucedido finalmente: no hay más que ver las fotografías actuales de la intervención frente a las que se tomaron hace doce años, en el momento en que se entregaron las viviendas.
Como ven, la exploración arquitectónica de Alejandro Aravena es esencialmente diversa, lo cual no es precisamente malo. Es más, en un panorama en el que muchos estudios de arquitectura parecen adscritos a un determinado "estilo", creo extraordinariamente positivo hacer gala de diferentes sensibilidades en función de las solicitaciones del edificio o el solar.
Viviendas de la Quinta Monroy en 2003. Foto: © Elemental
El problema es que, siendo interesantes y hasta notables, las construcciones de Aravena y su estudio Elemental no son brillantes. Sus edificios son innovadores, pero muy lejos de los avances espaciales y formales que plantearon otros galardonados previos como Frei Otto o Rem Koolhaas. Son sensibles al entorno, pero sin el profundo conocimiento de las preexistencias culturales que demostraron creadores como Álvaro Siza o Luis Barragán.
De igual manera, las viviendas sociales de Aravena no se quedan mirando desde fuera al problema sino que se implican con él; pero siendo sinceros, este enfoque no es demasiado distinto al que ya proponían los poblados dirigidos que construyeron Francisco Javier Sáenz de Oiza o Alejandro de la Sota entre otros en el Madrid de los 50 y 60.
Mirando al pasado reciente, también el japonés Shigeru Ban, galardonado con el Pritzker en 2014, basa la mayor parte de su actividad en la investigación con materiales y sistemas constructivos que permitan levantar viviendas a las personas verdaderamente más desfavorecidas: las que han sufrido una catástrofe y han perdido su casa. Y, a mi juicio, sus soluciones son más imaginativas y consistentes que las del arquitecto chileno.
También se ha señalado algún punto más o menos oscuro en la carrera de Aravena, como el hecho de que fue miembro del jurado del Pritzker desde 2009 hasta precisamente el año pasado, o que su estudio ha contratado a más de un arquitecto mediante programas de becas o prácticas sin ofrecer remuneración alguna.
Estas situaciones, si bien son desgraciadamente frecuentes en el mundo de la arquitectura -y en bastantes otros ámbitos- sin duda son controvertidas y, de algún modo, rebajan el nivel de excelencia y de transparencia que el galardón y el galardonado deberían tener. No obstante, yo no estoy seguro de que sean decisivas a la hora de conceder el premio.
Mi principal objeción respecto a premio de este año tiene que ver con la edad del arquitecto chileno. El Pritzker, al igual que sucede con el Nobel, solo se concede una vez en la vida; y al igual que sucede con el Nobel de Literatura, no se entrega por una obra en particular sino que premia una trayectoria completa. Piensen que s Sverre Fehn se lo concedieron con 73 años y el ya mencionado Frei Otto fue galardonado pocos días antes de morir a los 89. Aravena tiene apenas 48 años, lo cual, en el mundo de la arquitectura, equivale a ser una joven promesa.
Quizá dentro de 20 años, cuando sepamos cómo se ha comportado el tiempo con las obras que el chileno proyecte a partir de ahora, podamos afirmar categóricamente si fue un digno merecedor del galardón más prestigioso de la profesión.