Cataluña

El dedazo mexicano a la catalana

Juan Carlos Giménez-Salinas. Luis Moreno
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El PRI, partido de izquierdas mexicano que dominó la política y los gobiernos de aquel esplendido país durante más de setenta años y hoy en cierto declive, admitió como costumbre que convirtió en ley, que el Presidente del país, cuando finalizaba su mandato, designaba la persona que le sustituiría durante el próximo mandato en calidad de nuevo presidente.

Se trataba de un método de elección no tal radical como la monarquía, en la que te conviertes en el próximo rey por ser el descendiente directo del anterior monarca, pero carente de toda legitimidad democrática.

Este método de elección se justificaba con variados argumentos, y uno de ellos era que, de este modo, se eliminaba cualquier lucha de poder, con el desgaste que esta incertidumbre lleva consigo. Como quiera que el PRI, durante muchos años, careció de rival y ocupaba todas las esferas de poder, a la mayoría de personas de clase media y alta este método ya les parecía correcto. A la clase baja, carente de representación política durante muchas décadas, no se la tenía en cuenta.

Este sistema dejó de imperar en el momento en el que el PRI dejó de ser hegemónico. En Cataluña hemos querido imitar sin mucho éxito el dedazo mexicano en la elección de los dos últimos presidentes de la Generalitat. El primero de ellos, Carles Puigdemont, fue elegido por Artur Mas cuando fue obligado a presentar su dimisión a instancias de la CUP, que se negaba a votarlo.

A Puigdemont, en Cataluña, casi no lo conocía nadie, con excepción de la clientela de una pequeña pastelería de una localidad cercana a Girona. Sus méritos, solamente advertidos por Artur Mas, fueron el ser alcalde de Girona, donde nadie recuerda qué llevó a cabo durante su mandato, y mostrarse como un independentista desde su tierna infancia.

El segundo, el señor Quim Torra, también desconocido para la inmensa mayoría de los catalanes, fue elegido por Puigdemont, huido a Bruselas por temor a entrar en prisión, como bien ha dicho él mismo. Del primero, algún mérito poseía y podía, aunque con benevolencia, justificar su nombramiento, pero del segundo, el único argumento válido es la pleitesía ciega a quien le nombró.

Consecuencia de todo ello es el actual desencanto de la ciudadanía catalana. Desencanto de los independentistas de corazón que contemplan sus sueños rotos, las huestes divididas, los dirigentes ocupados en sus luchas de poder y un gobierno de la Generalitat con su presidente al frente y que saben que existe porque de vez en cuando sus miembros se muestran en una foto, pero irrelevante. Mientras, los constitucionalistas permanecen en sus cuarteles de invierno porque contemplan a sus contrarios desarbolados.

Para el gobierno catalán, la sanidad, el orden público, los conflictos del taxi, la inactividad económica, la eficacia de la administración, carecen de relevancia. Ahora solamente se deben centrar en lo que ocurra en el juicio de los dirigentes políticos encausados, todos los demás problemas no existen.

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