Andalucía

'Clásicas' discusiones sobre los impuestos

De Cicerón a Quevedo, es patente desde hace siglos que las subidas de impuestos sirven, también, para pagar la costosa estructura que rodea a quienes ostentan el poder.

A tribuyen al político y filósofo romano Marco Tulio Cicerón la sentencia de que "los tributos son los nervios de la república", cosa en la que estará de acuerdo la mayoría de la gente, sean o no expertos en la materia. Posiblemente, los menos expertos vean el asunto desde su perspectiva más humana y próxima y convengan en que los tributos no sólo son los nervios de lo público sino que ponen a muchos de los nervios.

Quizá contribuya a ver las cosas con más serenidad comprobar que nuestros problemas de hoy no son para nada nuevos y que, sobre ellos, ya fijaron su atención otros autores, éstos algo más cercanos en el tiempo, en el lugar y en la lengua.

Cuenta uno de nuestros grandes clásicos, don Francisco de Quevedo, que el gran duque de Moscovia estaba fatigado por las guerras e invasiones de sus vecinos tártaros y turcos y que, debido a ello, se vio obligado a imponer nuevos tributos en sus estados y señoríos. Antes de hacerlo, reunió en una especie de juntas a sus ministros y consejeros así como al pueblo de su Corte, a quienes expuso el problema en que se hallaban él mismo y todos, pues los tributos son también la defensa de quienes los pagan.

Los ministros hablaron en primer lugar y mostraron al duque no sólo su favorable disposición a pagar todos los tributos que ordenase sino también el honor que les hacía imponiéndoles más cargas por la consideración que hacía de su mutua lealtad. Pero dice Quevedo que "oyólos con gusto el duque, mas no sin sospecha", por lo que mandó que hablase uno de los del pueblo que allí estaba.

Después de diversas consideraciones sobre la bondad del duque y la atención que prestaba a su pueblo, el hombre dijo:

"Yo, en nombre de todos, os ofrezco, sin exceptar algo, cuanto todos tienen; empero pongo a vuestro celo dos cosas a consideración: la una que si tomáis todo lo que tienen hoy vuestros vasallos, agotaréis el manantial que perpetuamente ha de socorreros a vos y a vuestra sucesión; y si vos, señor, los acabáis, hacéis lo que teméis que hagan vuestros enemigos, tanto más en vuestro daño, cuanto en ellos es dudosa la ruina y en vos cierta; y quien os aconseja que asoléis porque no os asuelen, antes es munición de vuestros contrarios que consejero vuestro."

Quevedo ya entra aquí en barrena y no se sustrae a la tentación de recordar la gallina de los huevos de oro que Júpiter regaló a un labrador.

No nos pongamos nerviosos y vayamos a la segunda consideración del paisano al duque: "Vuestra última necesidad presente nace de dos causas: la una, de lo mucho que os han usurpado y robado los que os asisten; la otra, de las obligaciones que hoy se os añaden. No hay duda de que aquella es la primera; si también es la mayor, a vos os toca el averiguarlo. Repartid, pues, vuestro socorro como mejor os pareciere entre restituciones de los usurpadores y tributos de los vasallos, y sólo podrá quejarse quien os fuere traidor".

El duque aceptó el reto y mandó que primero le devolvieran lo que le habían quitado y pagase el resto el pueblo. Éste, agradecido y un poco chulo, convino en pagar otro tanto más "y que esta parte quede por servicio perpetuo para todas las veces que cobráredes lo que os tomaren".

No lo cuenta nuestro autor, pero cabe deducir que esta disposición dejó entonces más tranquila a la mayoría y nerviosos a los demás. Al final, como siempre, Cicerón llevaba razón, de manera que son recomendables los ansiolíticos antes que recurrir a viejos linimentos. Góngora puro.

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