
Nuestro país afronta el desafío de cumplir, a lo largo de los próximos años, los compromisos adquiridos con la Agenda 2030 para el Desarrollo sostenible, aprobada por Naciones Unidas en 2015, y deberá hacer realidad los objetivos del Plan de Acción para su Implementación, aprobado por el Gobierno en 2018. Nos va en ello nuestro prestigio, pero también el desarrollo económico, que garantiza nuestra sociedad de bienestar, pues no es realista plantearse hoy un crecimiento económico que no sea sostenible.
La Comisión Europea en su Comunicación sobre la revisión de la aplicación medioambiental 2019, en la que analiza la situación medioambiental de los Estados miembros en relación con la consecución de objetivos, estima que el coste para la sociedad de no atajar el gap medioambiental es de 55.000 millones de euros al año. Sobre España, alerta de nuestro preocupante atraso en materias como la economía circular, la reducción y eficiencia en el tratamiento y separación de residuos, completar la Red Natura 2000, la reducción de emisiones de nitrógeno óxido (NOX) y nitrógeno dióxido (NO2), incidiendo en la reducción de emisiones del transporte, especialmente en áreas urbanas, depuración de agua potable y tratamiento de las aguas residuales (a pesar de ser uno de los Estados más amenazados al tener la mayor superficie bajo estrés hídrico severo). Ya se han iniciado procedimientos de incumplimiento con la imposición de importantes multas. Además, en el corto-medio plazo tendremos que afrontar los cambios demográficos inducidos por el envejecimiento y la concentración de población en las ciudades, lo que requiere incrementar el stock de infraestructuras urbanas, y de transporte público como las cercanías y el metro. Reconducir esta situación requiere invertir en infraestructuras. Una primera evaluación realizada por Seopan concluye -y en ello hay un amplio consenso- que las inversiones en las actuaciones más prioritarias, seleccionadas en función de su mayor rentabilidad económica y social y cumplimiento de las Directivas europeas, se elevan a 157.000 millones de euros para los próximos diez años. Este análisis contempla la necesidad de invertir 23.600 millones de euros para construcción de hospitales y medidas para reducir los fallecidos en carreteras; 5.253 millones de euros para garantizar la disponibilidad y gestión del agua y del saneamiento; 32.435 millones de euros en energía asequible y no contaminante; 17.548 millones de euros para incrementar la resiliencia y calidad de nuestras infraestructuras; 74.784 millones de euros para la sostenibilidad medioambiental y social de nuestras ciudades y 3.848 millones de euros para combatir la sequía y las inundaciones. Las ayudas europeas a la recuperación (Fondos Next Generation UE) si bien constituyen una oportunidad para acelerar las inversiones, no son la panacea, pues no serán suficientes por sí solos para atajar el déficit de inversión. Además, el éxito en la ejecución de los fondos, que es objetivo de todos, pasa por dar solución urgente, como desde hace meses reclama el sector de infraestructuras, a los problemas de desabastecimiento y encarecimiento desorbitado del precio de las materias primas, materiales de construcción y energía, que ya están poniendo en riesgo la ejecución de los contratos, lo que va a comprometer seriamente la efectiva realización de las inversiones subvencionadas con los fondos europeos.
Por otra parte, como parece desprenderse del proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2022, los fondos de recuperación destinados a inversión tienden más a sustituir que a ampliar las partidas ordinarias destinadas a infraestructuras. Ello augura un desplome de la inversión pública a partir de 2023, cuando nuestras cuentas públicas deban retornar, por imperativo europeo, a la senda de la disciplina fiscal. El escenario que encontraremos a partir de ese momento, ante las inevitables restricciones presupuestarias condicionadas por la necesidad de atender el gasto social y servicio de la deuda, nos situará ante la disyuntiva de dejar de invertir en infraestructuras, con las fatales consecuencias que ello supondrá para nuestro país, o acudir a la colaboración público-privada para poder realizar las inversiones que necesitamos. Recuperar el modelo concesional, que está prácticamente desaparecido del panorama de la contratación pública desde 2012, es una prioridad, cuya actual situación de veto de facto deberá reconsiderarse por nuestros responsables políticos. Solo contando con las empresas será posible afrontar la salida de la crisis, garantizando la recuperación y la confianza ante los retos del futuro.