
Han pasado casi 13 meses desde que Pedro Sánchez tomara la mejor y, a la vez, la peor decisión política de su carrera. Por una parte, anunciaba que daría la batalla y que presentaba su candidatura como secretario general del PSOE después de su dimisión forzada. Por otra, también anunciaba que para poder dedicarse en cuerpo y alma a preparar las primarias, renunciaba a su escaño.
El anuncio llegaba 29 días después del convulso comité federal en el que Susana Díaz y la poderosa federación andaluza habían dado el golpe para descabalgar a un Sánchez al que habían ayudado a coronar tiempo antes. Tan sangrienta fue la batalla, y tan incuestionable parecía el control de la lideresa andaluza sobre los resortes de Ferraz, que el gesto del ya exlíder socialista parecía el último estertor antes de una muerte política inevitable.
Quizá por eso su renuncia al Congreso no pareció entonces tan importante. A fin de cuentas, su derrota había hecho que fuera relegado en la bancada socialista: ya no hablaría, ni tendría poder alguno en el Parlamento. De hecho, su sola presencia era fuente de tensión entre ambos bandos. Irse de allí parecía hasta comprensible.
El problema fue que Sánchez acabó derrotando, y además con enorme margen, a la que se pensaba que sería una rival todopoderosa. A la militancia socialista no le había gustado ni el golpe orquestado contra el candidato al que ya habían elegido, ni tampoco la imposición de una abstención que posibilitara a Rajoy ser investido presidente. Sánchez dejó su escaño justo a tiempo para evitar tener que acatar la orden, o por el contrario desobedecerla y enfrentarse a una sanción. Y ese fue su error.
Sánchez no volvió al Congreso hasta pasado casi medio año. Fue el 26 de mayo, con motivo de una reunión de la directiva del grupo parlamentario socialista. Repetiría un mes después. Más tarde se dejó ver por la tribuna de invitados en un acto protocolario. En los tres casos se mantuvo muy lejos de las bancadas y del tiro de cámara de los medios.
Un líder 'in absentia'
Es la primera vez que un líder de la oposición no está en el Congreso, y eso tiene efectos palpables. Para empezar, está prácticamente desaparecido de la atención mediática: sus intervenciones se limitan a ruedas de prensa eventuales, comunicados difundidas a través de redes sociales y alguna aparición esporádica en medios. Para terminar, se dificulta sobremanera su propia construcción como candidato.
Ahora mismo es su mano derecha, José Luis Ábalos, quien capitaliza su poder en el Congreso. Fuera del Hemiciclo el escenario es peor: los líderes regionales de mayor peso, como la propia Susana Díaz, el extremeño Guillermo Fernández Vara o el valenciano Ximo Puig, fueron grandes opositores a su liderazgo, y la ola de las confluencias arrasó a los socialistas de los Ayuntamientos. Traducido: la visibilidad de Sánchez es mínima, y el silencio mediático dinamita la línea de actuación socialista. Y eso sin contar con las heridas por cicatrizar tras las cruentas batallas recientes.
Así las cosas, ante una de las mayores crisis vividas por la España constitucional, el socialismo ha tenido un papel de comparsa... y no porque Cataluña no fuera una oportunidad de oro para reverdecer la propuesta federalista del PSOE. Al final Sánchez tuvo que celebrar como una victoria que Rajoy aceptara considerar una comisión para estudiar una posible reforma Constitucional, un compromiso tan frágil que ya ha empezado a tambalearse.
Mientras el PSOE sigue esperando a otro Zapatero, a Sánchez le han surgido otros enemigos internos. Tal es su debilidad que otros, sin buscarlo, se han visto aupados al foco político y mediático. El primero, el excandidato socialista Josep Borrell, que no ha dudado en salir en la foto con el PP y con Societat Civil Catalana para mostrar una visión opuesta al soberanismo. El segundo, Miquel Iceta, auténtico superviviente de las últimas elecciones catalanas que ha actuado como mediador con Puigdemont y a quien hace un flaco favor la decisión de Sánchez de apoyar al Gobierno en la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
El PSOE, un año después del golpe, sigue descabezado. Su líder es invisible y casi irrelevante, mientras sus tres rivales -Rajoy, Iglesias y Rivera- velan armas en el Congreso para la próxima batalla electoral, que podría ser pronto. El próximo Debate sobre el Estado de la nación, sea cuando sea -si es que es-, evidenciará la extraña situación de un Partido Socialista liderado en ausencia.
Sánchez dijo en su día que se lanzaría a la carretera para reconquistar a la militancia. Casi parece que nunca haya podido regresar del viaje.