Opinión

El chasco de Rato

Cuando en 2003 terminé de escribir la biografía de Rodrigo Rato, después de más de dos años y medio de investigación, no podía imaginar que iba a terminar imputado por varios asuntos, al igual que le ocurre a su círculo más íntimo. Rato es un niño bien perteneciente a la otrora potente burguesía asturiana. Siempre ha vivido en un mundo superior, mucho más refinado que el del resto de los mortales.

Por eso, este verano, en uno de los momentos más difíciles de su vida, con la credibilidad por los suelos, con sus cuentas bloqueadas por el juez y agobiado por las deudas, se dejó fotografiar dándose alegremente un chapuzón en alta mar, como si nada en su vida hubiera cambiado. Sin embargo, unos meses antes, tuvo que echar a todo el personal de sus empresas y tenía problemas para pagar hasta el recibo de la luz.

Su familia materna fue dueña de minas, ferrocarriles y astilleros, y llegó a controlar parte de los grupos financieros que impulsaron el desarrollo a comienzos del siglo pasado. Su padre dio con los huesos en la cárcel por culpa de Nicolás Franco, hermanísimo del Caudillo, que le expropió dos bancos y se los dio al difunto Ruiz Mateos. Como hombre influyente, logró que Manuel Fraga colocara a su hijo pequeño en la antigua Alianza Popular en un cargo directivo.

Rato era el talento de la familia, la joven promesa para dar continuidad a los negocios. Su hermano Ramón se decantó por las bellas artes, su hermana por el mundo de las antigüedades, mientras él se marchó a la Universidad de Berkeley para estudiar un MBA sobre administración de empresas, después de licenciarse en Derecho por la Complutense.

Con ese bagaje internacional, que muy pocos tenían en la España de los setenta, desde el Gobierno del PP internacionalizó la economía, atajó los desequilibrios internos y externos y ¡su gran hazaña! La preparó para cumplir con los requisitos de Maastricht, que abrieron de par en par las puertas del euro. Fueron años de vino y rosas en los que España disfrutó, gracias a la gestión económica de Rato y de su equipo, del periodo de bonanza y de crecimiento más prolongado de su historia reciente. Esa brillante trayectoria me animó a indagar en su vida, porque creí que se había ganado un hueco en la historia contemporánea de España.

Tengo la confianza, al igual que la mayoría de su entorno, en que Rato no utilizó la vicepresidencia económica del PP para enriquecerse. Muy al contrario, su permanencia en política provocó que su fortuna casi se esfumara, debido a la ruinosa gestión del emporio familiar, que recayó en su hermano mayor. Se le reprocha que utilizara su influencia ante algunas entidades para que fueran benévolas con las deudas que dejaron las sociedades familiares en quiebra.

No fue candidato a la presidencia del Gobierno, porque las crecientes discrepancias con Aznar, entre ellas, la guerra de Irak, provocaron que éste se decantara por Rajoy. No es cierto que Aznar sospechara de su honestidad como ahora quieren hacer ver algunos.

La pequeña fortuna que atesora fuera de España (alrededor de 6 millones de euros) pertenecía a su padre. Rato lo guardó en secreto durante toda su etapa en el Gobierno y cuando Montoro ofreció la amnistía fiscal fue a verlo, se lo contó y logró el compromiso de éste de confidencialidad para traer el dinero. Pero nada salió como él esperaba. Poco después era detenido en la puerta de su casa al más puro estilo Garzón, el juez famoso por ordenar redadas contra ETA o las bandas de narcos. Debido al secreto del sumario, aún no sabemos si su detención forma parte de un intento de derribar a Rajoy desde dentro, probablemente con la complicidad de Montoro y de Sáenz de Santamaría o, realmente, se debe a un aumento de su patrimonio sin justificar.

Rato fue un político leal a Rajoy. No intentó derribarlo como se decía, y por ello logró su apoyo para la presidencia de Bankia, por encima de Ignacio González, el candidato de Esperanza Aguirre, que mandaba en todo en el Madrid de entonces. Fue una jugada maestra de Rajoy, negociada en una tarde del verano de 2010, en la que de un solo golpe se quitó de en medio a su más terrible rival político y enmendó la plana a Aguirre, la persona más crítica con su política.

La etapa debería haber servido para poner el broche de oro a su brillante trayectoria, pero acabó hundiéndolo. Su primer error fue no poner de consejero delegado a un profesional del sector de primera fila y respetar a rajatabla sus decisiones. Después de muchos meses, fichó a Francisco Verdú, de Banca March, quien chocaba constantemente con su hombre de confianza en la entidad, José Manuel Fernández Norniella.

Los hechos que conocimos posteriormente, como las tarjetas black o la rocambolesca salida a bolsa de Bankia, tienen su origen en esa falta de ortodoxia financiera, que debe regir una entidad financiera, sobre todo en momentos económicos delicados. Es difícil comprender por qué cedió a las presiones del exgobernador Miguel Ángel Fernández Ordóñez y de la exvicepresidenta Elena Salgado para fusionar tantas cajas en mal estado y luego sacarlas a cotizar con una valoración tan elevada.

De cualquier forma, aunque los errores fueran monumentales, creo que va a ser difícil incriminar a Rato, ya que detrás no hay más que el desconocimiento de lo que se debía de haber hecho.

Su segundo gran error fue no aceptar la fusión con La Caixa cuando Isidro Fainé le tendió una mano para salvarlo. El prurito de autosufiencia que siempre tuvo le impidió convertirse en el fiel escudero de Fainé. Rato fue descabalgado del poder poco después en una conspiración de la gran banca, que temía que la caída de Bankia arrastrara al sector financiero. A partir de ahí comenzó su via crucis. Las sucesivas auditorías e investigaciones para conocer el grado de deterioro de la entidad han sacado a la luz irregularidades que de otro modo no se conocerían.

El hecho más grave es el de la utilización de un testaferro, Alberto Portuondo, en la concesión de grandes contratos publicitarios para cambiar la imagen de la entidad, que figura como su socio. Nadie se explica cómo se dio el contrato a las dos agencias, Publicis y Zenith que, al parecer, asesoraba Portuondo; si se presentaron otras o si se otorgó a dedo o quién estaba en el comité que lo adjudicó. La comisión cobrada por Portuondo, de alrededor del 4 por ciento (2 millones de euros), cuadriplica a la media del sector, lo que hace sospechar que el precio no fue determinante. El testaferro, el único hasta ahora en la cárcel, se llevó otros pequeños contratos sobre los que el juez también ha puesto la lupa.

Sorprende que se impute a su secretaria, Teresa Arellano, y al jefe de prensa, Miguel Robledo, y no a la directora general de Comunicación y Marketing, Pilar Trucios, que ni siquiera convocó concurso para la adjudicación. Trucios aduce que recibió órdenes de arriba y apunta a Rato y a sus colaboradores más estrechos. No creo ni que Arellano ni Robledo tomaran decisiones a sabiendas de que favorecían al testaferro de Rato, cuando ninguno de ellos tenía conocimiento de su relación. Tampoco es verdad que su secretaria acatara todo lo que se le pedía o que estuviera dispuesta a dar la vida por Rato. Todo lo contrario, estaba acostumbrada a decir que no a varias de las peticiones que le planteaba por la confianza que tenían. Trucios acabó en la calle tras enfrentarse con maneras obscenas a Rato en un comité de dirección, en el que se discutía la nueva imagen de la entidad. Eso la convierte, al parecer, en una fuente de confianza para el magistrado. Pero debería tener cuidado, porque su relación con todo el equipo de Rato era de fuerte animadversión y ahora puede estar intentando vengarse.

Hay muchas preguntas sin respuesta que guarda el sumario. Rato deberá probar fehacientemente hasta el último céntimo de dónde provienen los 835.000 euros que recibió de su socio y amigo Portuondo si quiere recuperar la credibilidad.

WhatsAppFacebookFacebookTwitterTwitterLinkedinLinkedinBeloudBeloudBluesky