
El cuadro de contrastes de la Francia que mañana celebra la más que probable primera vuelta de las presidenciales ha sido el caldo de cultivo que ha permitido aflorar el particular mensaje antisistema del Frente Nacional.
Ante las élites del poder y la ventura de los territorios más afluentes del país vecino yace el infortunio de las castigadas áreas industriales, en las que la retórica de Marine Le Pen en contra de la Unión Europea y de los círculos de influencia parisinos ha calado tan profundo como para hacerla soñar con integrar el dueto final del próximo inquilino del Elíseo.
Como demostró la parcialmente inesperada victoria del Brexit y el todavía más impredecible ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca, los bastiones tradicionalmente industriales cuentan con un potencial para decantar elecciones a menudo ignorado por los estrategas de las formaciones mayoritarias.
Igual que el desapego de las regiones británicas golpeadas por las deslocalizaciones masivas había generado un hondo rechazo hacia Bruselas, a la que responsabilizaban de sus pesares, el discurso crítico con el proyecto comunitario de Le Pen se ha convertido en una de las grandes bazas de una candidata que ha maximizado el desencanto de un colectivo hostigado por la cara menos amable de la globalización.
Si el referéndum británico abrió el camino, la campaña de Trump convirtió en hoja de ruta de referencia la explotación de la brecha entre el afligido votante de las áreas industriales y la clase gobernante. De ahí que el Frente Nacional se haya aprendido el manual y haya aplicado la norma para arañar suficientes votos este domingo como para alcanzar la segunda vuelta.
El 'factor trabajo'
En un país con un paro cercano al 10 por ciento, el octavo más elevado en la UE, y en perpetuo cuestionamiento de su mercado laboral, todo factor relacionado con los trabajadores representa material inflamable cuando se acercan las urnas. Consciente del potencial que ofrece una retórica proteccionista y contra el statu quo, Le Pen ha peinado cada baluarte de la desindustrialización para consolidar un crucial granero de votos entre cientos de miles de franceses afectados por la aparentemente imparable clausura de factorías y la ignominia de los sucesivos ejecutivos centrales, independientemente de su color.
Si uno de los inconvenientes de sus aspiraciones presidenciales a nivel general es un mensaje anti-inmigración que supera la frontera de la xenofobia, la aspirante de la ultraderecha sabe que este alegato no le restará papeletas en zonas en las que las empresas han tenido que echar el cierre como consecuencia de la relocalización a gran escala a destinos en los que la producción resulta más barata, como Europa del Este, con Polonia como referencia. Tampoco dañará sus opciones en plazas rurales que, en las últimas décadas, se han visto profundamente afectadas por la reconversión derivada de la Política Agraria Común (PAC).
En consecuencia, la intención de Le Pen de negociar una nueva UE y de someter el resultado a referéndum recuerda al compromiso de David Cameron antes de sus últimas generales, de igual modo que su oratoria en contra de los extranjeros en situación ilegal, a los que ha dicho querer expulsar, y su objetivo de reducir la inmigración regular recoge la filosofía de cabecera de Trump. El resultado en ambos casos es conocido, por lo que el Frente Nacional confía en trasladar el fenómeno a la arena doméstica.
No en vano, tanto los principales partidos galos como el emergente movimiento de Emmanuel Macron saben que su cosmopolitismo ha hecho de las áreas industriales su talón de Aquiles. Por ello, era cuestión de tiempo que un aspirante emplease este descontento a su favor. Una encuesta reciente de Elabe evidencia que en la votación de mañana un 48 por ciento de los trabajadores de las fábricas apostarán por Le Pen, frente al 16 por ciento que lo hará por el candidato de En Marcha, el gran favorito para hacerse con el Elíseo en la segunda vuelta.