
La universidad son sus alumnos; por tanto, para que la universidad exista, primero deben existir alumnos.
Esta aseveración, que puede parecer de Perogrullo, merece explicarse ya que por desgracia las aulas universitarias españolas están condenadas a perder efectivos durante los próximos años.
Este no es un hecho aislable, coyuntural o achacable a políticas de precios, aumentos en las tasas o disminución de becas y ayudas; la realidad demográfica del país y su proyección para los próximos diez años determinan que esto suceda. España pierde población (113.000 personas en 2012) y, por tanto, las aulas universitarias se verán menos frecuentadas.
Para no quedarnos en una enumeración catastrofista de problemas, intentaremos aportar soluciones desde un planteamiento necesario: si la sociedad cambia, la universidad debe cambiar. Si no sabe adaptarse, le costará sobrevivir
Mirando al futuro, conviene acostumbrarse a otra realidad desagradable: los precios públicos de la enseñanza universitaria van a seguir aumentando en los próximos años. La polémica subida de tasas, que se ha abatido sobre la comunidad universitaria española a velocidad meteórica, no hace sino poner de relieve la enorme dependencia de nuestro sistema educativo superior respecto al dinero público. Si esa subida no se ha producido antes -hacerlo de forma paulatina hubiera sido más inteligente-, es porque existía una retención artificial, motivada por razones políticas. No es "popular" para un gobernante tomar estas decisiones.
En este sentido, no sobra recordar que las universidades públicas españolas se han multiplicado en apenas treinta años por otra razón política: cada autonomía ha exigido tener su propio sistema universitario. Pero sostener esta tupidísima red de universidades públicas subvencionadas en un país inmerso en tan grave crisis es verdaderamente difícil. Además, el control político que sufren las instituciones docentes no es, precisamente, un factor que fomente la saludable y necesaria autonomía universitaria. Más bien, al contrario.
Las soluciones deben pasar por tomar medidas que armonicen la relación entre financiación y subvenciones. También, en articular y garantizar políticas de rendimiento de los alumnos (como ya se ha lleva haciendo desde hace años en EE UU y otros países), en los que la sociedad y el alumno suscriban un pacto mediante el cual el graduado universitario pueda "devolver" a la sociedad, al menos en parte y a medio plazo, la inversión, la cuantiosa inversión, que ésta ha desembolsado en su formación.
Otra medida necesaria es modificar la Ley de Mecenazgo para que las empresas puedan invertir en la formación de buenos alumnos, de cuyos conocimientos se beneficiarán en un futuro, ayudando así al depauperado erario nacional a garantizar la supervivencia del sistema universitario público.
Nuestro panorama educativo actual ofrece salidas formativas adecuadas y suficientes, como los ciclos formativos de Grado Superior. La sociedad española debe ir sustituyendo ese espejismo colectivo de que "todo el mundo debe ir a la universidad" por una idea comúnmente aceptada, más racional, objetiva y viable: la universidad pública, dependiente por tanto del dinero de todos, debe reservarse para el que se la merezca, para el que se la gane con sus méritos y su esfuerzo.