Turismo y Viajes

Rajastán, el Estado de los marajás

Rajastán ha sido una de las regiones que más me gustaron de la India. Pasé alrededor de un mes visitando sus principales ciudades así como el desierto de Thar, un tiempo que me permitió empaparme de su cultura y sus costumbres, más arraigadas que en otras zonas del país. Su ubicación geográfica (fronteriza con Pakistán), le otorga cierto halo evocador y sugerente típico de los países árabes al tiempo que se empapa también de las tradiciones hinduistas más rígidas y conservadoras de todo el país.

Viajar a esta zona me abrió las puertas a todo un mundo desconocido hasta el momento. Para empezar, las mujeres no usan saris y se cubren el rostro con un velo de tal forma que el único hombre que las puede ver es el propio marido. Las bodas son pactadas por las familias incluso cuando los novios son todavía unos niños y en muchos casos éstos solo se conocen el día del enlace. El opio está presente en cualquier ceremonia o ritual y tiene la función de 'pipa de la paz' con el que sellar el fin de cualquier problema o disputa entre varias personas.

Rajastán es el estado por excelencia de los marajás y acuna miles de historias relacionadas con los lujos y excentricidades de estos magnates con aires de grandeza. Era el reino de palacios dorados llenos de marfil y piedras preciosas, elefantes engalanados con ricas telas, harenes que embelesaban por la belleza de sus mujeres, eunucos vendidos al capricho de sus príncipes, murallas preparadas para inminentes ataques y fortalezas tan grandes que traspasan los límites de la imaginación. Es mucho lo que todavía hoy queda en pie y es posible visitar palacios y fuertes tan imponentes como el de Meranghar, en Jodhpur.

Pero si hay algo que la gente de este estado lleva en la sangre es el desierto de Thar. La vida del desierto es una vida muy dura, me decía uno de los dueños de la guest house donde me quedé en la dorada Jaisalmer, porque además de soportar la falta de agua y estacionales tormentas de arena, esta población lleva arrastrando por más de cuarenta años las consecuencias del conflicto con su país vecino, Pakistán. Muchas familias viven separadas por una frontera infranqueable, controlada por los militares y en la que se necesita un permiso especial para poder cruzar (y lo mismo a la inversa).

La vida del desierto es una vida donde la imaginación y el ingenio juegan un papel importante: los platos se lavan con la misma arena sin necesidad de agua o jabón; los hombres lucen con orgullo sus bigotes y turbantes, las mujeres se tapan el rostro cada vez que hay hombres presentes y los niños dejan de ir a la escuela cuando hay tormenta de arena. Y así un sinfín de detalles tan arraigados en ellos y tan ajenos a mi. Tuve la oportunidad de conocer un proyecto social de la mano de uno de estos hombres del desierto. Me acuerdo que un amigo y yo no dejábamos de hacerle preguntas, como dos niños que escuchan embelesados historias de príncipes y hechizos imposibles.

Por eso me gustó tanto Rajastán, una tierra de marajás y fortalezas, de ojos almendrados, de tradiciones que se resisten a modernizarse y de colores que constituyen una fiesta para la vista. Un estado único dentro del intricado puzzle que conforma la India, el país que tanto me enseñó, y del que tanto me enamoré.

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