El Mar de Aral no merece denominarse mar; de hecho, ya no lo es; ahora hay dos mares de Aral, uno al norte y otro al sur, y un desierto de sal, polvo y substancias tóxicas en medio, como resultado de la pésima gestión de sus recursos hídricos durante medio siglo.
Hasta la década de 1960, todo fue más o menos como lo había sido durante miles de años: dos ríos, el Amu Darya y el Syr Darya, alimentaban los 66.000 kilómetros cuadrados del Mar de Aral -algo más de una décima parte de la superficie de España- y los cultivos de regadío, comenzados en la década de 1920, sólo cubrían cuatro millones de hectáreas. Había una boyante industria pesquera y una población ligeramente superior a los 14 millones de personas en la región.
Seis décadas después, la situación sólo puede calificarse de catastrófica. Los habitantes se han multiplicado por cuatro, hasta sumar más de 60 millones de personas; la superficie cultivada con regadíos -algodón y arroz, principalmente- se ha duplicado hasta los ocho millones de hectáreas, y el tamaño del que fuera cuarto mayor lago del mundo se ha reducido a una décima parte de lo que fue.
La pesca colapsó a finales de la década de 1980, puesto que la concentración salina del agua había aumentado hasta 30 gramos por litro, haciéndola inviable. Por esas mismas fechas, el Aral se partió en dos, el Aral del Norte y el del Sur, dejando en medio un desierto de polvo y sal, bautizado como Aral-kum, que alimenta tormentas de arena peligrosas para la salud por su gran concentración de substancias tóxicas procedentes de la agricultura.
Dividir el Mar para salvarlo del desastre total
Se decidió entonces construir diques en la parte norte -mejor nutrida por el caudal del río Syr Darya- para evitar que el agua escapase hacia la parte sur. Pero las tormentas los destruían y la reconstrucción nunca se hizo bien: una de 1999 dejó su volumen de agua en 12,6 kilómetros cúbicos, la mitad de lo que había conseguido atesorar.
En 2005, tras cinco años de monumental obra, se concluyó un gran dique, denominado Kok-Aral, que fue resultado de la cooperación entre el Banco Mundial y Kazakstán.
Este muro de acero y cemento dio mejor resultado que los anteriores y los niveles del Aral del Norte se recuperaron más rápido de lo previsto, permitiendo la recuperación de la pesca, pero ni mucho menos en los niveles anteriores: si en la década de 1960 se extraían 40.000 toneladas anuales de pescado, hoy apenas se superan las 3.000 toneladas al año.
La parte sur del antiguo Mar ha continuado degradándose y en 2006 se descompuso en varios lagos sin conexión entre sí: su superficie inundada se ha reducido a la mitad entre 1999 y 2006, y la salinidad del agua ha alcanzado la cota de 100 gramos por litro, unas 10 veces más que la del Aral original.
En la actualidad, la superficie del Aral del Sur fluctúa; su parte mejor conservada casi desaparece en 2012, pero en 2013 llegó a cubrir 10.000 kilómetros cuadrados.
En cualquier caso, el caudal que le llega al antiguo Mar de los ríos y las lluvias es insuficiente; si en 2010 se calculaba que todavía tenía 98,1 kilómetros cúbicos de agua, en 2031 se espera que apenas supere los 75. Hoy en día, los acuíferos son básicos tanto para alimentar los ríos como la población que habita sus cuencas.
La desesperante situación tiene muy mala solución, porque, a pesar del interés y la ayuda prestada por la comunidad internacional, los países afectados, Kazakstán, Turkmenistán y Uzbekistán, no son capaces de ponerse de acuerdo para una actuación transfronteriza.
Desertización y tormentas de polvo
El antiguo lecho y las orillas del difunto Mar de Aral son hoy un desierto de polvo y sal que ocupa casi 60.000 kilómetros cuadrados, la mayoría contaminado con residuos de los fertilizantes y pesticidas utilizados por la actividad agrícola descontrolada, de traza soviética.
Los vientos se encargan de diseminarlos por la región circundante y las tormentas fuertes, de las que hay alrededor de una docena cada año, los expanden en 400 kilómetros a la redonda, aunque las partículas más finas llegan a viajar hasta 1.000 kilómetros.
La aridez aumenta y la población lo sufre en la salud -han crecido las enfermedades respiratorias-, en la producción de los cultivos y en la del ganado; incluso el tráfico rodado se hace imposible por falta de visibilidad durante las ventiscas.
Las especies autóctonas casi han desaparecido y la reforestación es imprescindible para fijar el suelo. Hay muchos proyectos en marcha, la inmensa mayoría promovidos por la solidaridad internacional; el mayor de ellos aspira a incrementar la vegetación un 10 por ciento.