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Los regantes reivindican los beneficios asociados a su actividad

Los regantes claman por el reconocimiento de las externalidades positivas de su actividad: lucha contra el hambre, desarrollo rural, conservación de suelos y paisajes, captura de CO2 y varios más.

Es frecuente en las sociedades opulentas como la nuestra que se critique la agricultura de regadío por sus necesidades de agua -cerca del 70 por ciento del consumo total- y por el impacto que tiene sobre el medio ambiente, especialmente en las aguas asociadas a los cultivos.

Las acusaciones escuecen a los regantes, que se sienten injustamente maltratados, sobre todo cuando se plantean alternativas fantásticas para la producción masiva de alimentos.

Por eso, el XIII Congreso Nacional de Regantes, celebrado recientemente en Huelva, ha tratado el asunto con tono reivindicativo, dedicándole una de las principales ponencias, Las externalidades positivas del regadío, "o los grandes beneficios del regadío, en castellano de Soria, que es el que yo hablo", según las palabras de su autor, Julián Martínez Beltrán, Jefe del Área de Gestión Sostenible, Agua y Territorio del Centro de Estudios Hidrográficos del Cedex.

La primera y más importante de esas externalidades -o beneficios- es la producción agrícola y la lucha contra el hambre. Una hectárea de cereal que disponga de 5.500 metros cúbicos de agua permite cosechar hasta 7.000 kilos de grano, más del doble que lo obtenido con 4.500 metros cúbicos. En España, los regadíos ocupan menos del 15 por ciento de la superficie sembrada, pero son responsables de más de la mitad de lo recolectado; de media, la productividad del regadío es seis veces mayor que la del secano.

"La población, cada vez más urbana y con mayor nivel de renta, exige alimentos que solamente la agricultura de regadío puede suministrar, especialmente hortalizas y frutas", sostiene Martínez Beltrán, después de referirse al hambre que aún padecen 1.000 millones de personas en el mundo y al hambre que España sufrió hasta la década de 1950.

Desarrollo rural y beneficios ambientales

La segunda externalidad es el desarrollo rural. Las zonas con regadíos no sólo no suelen perder habitantes, sino que los ganan, como ocurrió en Lebrija o Amposta, localidades que aumentaron en 4.000 y 5.000 vecinos respectivamente tras su implantación. En España, una hectárea de regadío genera cinco veces más empleo que el secano y hasta 50 veces más en explotaciones intensivas. La cadena industrial agroalimentario -el 20 por ciento de la industria del país- y los servicios asociados, además, resisten mejor las crisis como la que atravesamos.

La tercera aportación positiva la encontramos en los efectos sobre el entorno natural. Las labores del campo permiten controlar la escorrentía superficial causada por el exceso de lluvias y reducen la erosión del suelo; además, la diversificación de cultivos -anuales, estacionales y permanentes- y los árboles y arbustos de las riberas de los cursos de agua mantienen la campiña, algo que contrasta con la degradación del paisaje que acostumbra a suceder al abandono de las tierras de labor.

Por otro lado, gracias a la fotosíntesis, las plantas captan CO2, gas responsable del calentamiento global, y aportan oxígeno, positivo para la capa de ozono. Según los cálculos de la FAO, dependiendo de las especies vegetales, la captación oscila entre cinco y 10 toneladas por hectárea y año, algo más del doble que en el secano.

Atendiendo a las emisiones generadas por todo el proceso agroindustrial -tractores, cosechadoras, distribución, fabricación de abonos, etcétera- el efecto puede ser neutro. Un estudio de la Región de Murcia con árboles frutales concluye que captan de 17 a 19 toneladas de CO2 por hectárea y año.

Contaminación por nutrientes

A la agricultura moderna se le acusa de contaminar las aguas con exceso de nutrientes, como los nitratos. Sin embargo, no tiene por qué ser así: los retornos del riego de arrozales en la margen derecha del Delta del Ebro presentan una concentración de nitratos de cinco miligramos por litro, mientras que el agua del propio río, con la que se riegan los arrozales, tiene una concentración mayor, de cinco a 10 miligramos por litro. O sea, que los cultivos bajan la concentración de nitratos del agua y, además, reducen la salinidad en la capa freática.

Los problemas con los nutrientes y con la salinidad del suelo se dan, especialmente, en territorios áridos y semiáridos; según la FAO, afectan al 11 por ciento de las tierras bajo riego están afectadas porque ni éste ni su correspondiente drenaje se hacen adecuadamente.

En cada región hay impactos distintos, y es preciso analizarlos y neutralizarlos; de acuerdo con Martínez Beltrán: ?Los efectos que no son tan favorables sabemos cómo corregirlos y tenerlos bajo control?.

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