Yo no sé de qué se quejan. No sé cómo les sorprende que a un futbolista del Real Madrid no le hayan expulsado de inmediato y prohibido jugar de por vida después de pisar la mano de un contrincante. Hace algo más de tiempo ese mismo tipo le pisó la cabeza a uno de un equipo más pobre y apenas le cayeron unos cuantos partidos de sanción. Vamos, que le dio para unas vacaciones. Dice mucho del tipo y sobre todo del que lo fichó, lo consiente y lo mantiene. Cuéntenle la milonga del señorío a otra, queridos.
Yo conozco a unos cuantos Pepes. Lo que pasa es que a estos no les retransmiten sus golpes la tele de medio mundo. Lo que pasa es que sus víctimas tienen proyección pública. Otro rasgo que los diferencia es que estos deportistas cobran bastante más que sus jefes, una jerarquía salarial que se da en muy pocos sectores. Tienen, eso sí, una cosa en común, que rara vez les castigan.
A estos futbolistas hampones de andar por casa los he sufrido, sobre todo en el trabajo. Gente dispuesta a pisar a la mínima para satisfacer sus inseguridades, "de los que necesitan cada cierto tiempo sangre fresca", como dice una compañera con la que tengo más en común de lo que piensa.
Pasa mucho en las empresas. Cuando todo va bien, el estado de cuasifelicidad perpetua impide ver el lado oscuro que todos llevamos dentro. Pero cuando hay recortes, cuando el miedo y los nervios salen a flote, entonces hay que salvar el pellejo, y se ven las intenciones. Ahí es cuando aparecen ellos, los Pepes, preparados para la patada. No avisan, aviso.
Y pasa que tiempo después, cuando crees haber olvidado todo, alguien te lo recuerda sin que se lo hayas pedido. Una amiga mía borró de su memoria a uno de estos matones, hasta que hace poco alguien le recordó; "Si supieras lo que fue diciendo de ti, no te lo creerías". Hoy me debato entre la rabia y la tristeza. Malditos sean los Pepes a los que no se les sonroja en público. Cómo no, también hay Pepas.