
El sistema electoral vigente en España es el proporcional. Comenzaremos aclarando que ese sistema en vigor es el que debe ser aplicado y aceptado por todos los partidos políticos que se presenten a las elecciones. Por mucho que no gusten sus evidentes lagunas en la aplicación de la voluntad del pueblo al votar, por mucho que la transposición de los votos a escaños permita demasiadas veces que "el que pierda, gane", el multipartidismo proporcional es el que nos dimos los españoles en aquel momento decisivo para nuestra Historia, esa encrucijada que ahora es banalizada por quienes acaban de llegar de la nada más absoluta a la representación institucional.
No tienen sentido las quejas de formaciones políticas como PP, IU o UPyD que se lamentan durante meses de los pactos de perdedores o de la aplicación de la Ley D'Hont tras haber concurrido a las urnas conociendo esas reglas y aceptándolas como todos los demás. Lo que deberían hacer es promover con seriedad una reforma legislativa, negociarla, convencer al resto del arco parlamentario de su necesidad, y cambiar así unas disposiciones que atentan contra la lógica democrática. La opción preferida por España.
Aceptada y asumida la legalidad del sistema, convendría garantizar al votante un horizonte lo más claro posible de lo que ocurrirá después de la votación. Por primera ocasión desde que Almunia y Frutos se presentaran en el año 2000 anunciando con meridiana claridad su decisión de pactar para gobernar, aunque ninguno de los dos fuera el candidato más votado, dos partidos políticos están dando a entender de forma más o menos velada que no les importará quién sea el vencedor en votos porque pactarán para llegar a La Moncloa a toda costa. Y eso es lo que deben hacer.
Ocultar las previsibles alianzas para desvelarlas una vez abiertas las urnas es una burla a los ciudadanos que eligen una u otra opción de forma finalista, sin atender a componendas políticas que convierten al ganador en oposición y a los derrotados en gobierno.
Eso que nunca ha ocurrido en unas elecciones generales va a ocurrir sin lugar a dudas este año, como durante este verano de pasión se están encargando de sugerir PSOE y Podemos. En pocas horas han coincidido, como bloque coordinado, las declaraciones del portavoz socialista en el Senado, Óscar López, y del número dos de Podemos, Iñigo Errejón, dejándose querer mutuamente y sugiriendo que ese pacto será realidad para desbancar al PP del poder.
López, recluido en el cómodo escaño de senador que le proporcionó su carácter superviviente, ha justificado el futurible del que ya se habla sin tapujos en su partido señalando que "eso de las mayorías absolutas ya no se lleva". Cierto. Es cosa de un pasado tan lejano como aquéllos años 80 en los que su partido disfrutó hasta de tres consecutivas, y el ahora inalcanzable listón de los 175 diputados permite que sean los políticos como él los que interpreten a su antojo y a su conveniencia el mandato que los electores han realizado a través del voto.
Por absolutamente legal y legítimo que sea, este panorama no deja de ser tan incomprensible como la condición que, según muchas informaciones, pondría Ciudadanos al PP para apoyarle tras las elecciones: que no sea su cabeza de lista Mariano Rajoy el que se someta a la investidura, que el presidente dé un paso atrás y se consume una solución a la riojana, la que obligó al más votado Pedro Sanz a irse a su casa. Esa condición inapelable desmentiría la pureza anti personalista de la formación de Albert Rivera y su hasta ahora impoluta defensa de los principios frente al nominalismo.
La alianza de perdedores para desbancar al ganador, por muy débil que sea su triunfo, no tiene precedentes en la política nacional. Incluso Felipe González optó por no interponerse en las gestiones de José María Aznar para intentar formar gobierno en 1996 pese a su exigua mayoría parlamentaria.
Como principal diferencia entre esta tradición no escrita y la práctica habitual en ayuntamientos y comunidades encontramos el perfil institucional de quien propone que un candidato u otro se someta a la investidura: en las autonomías es el presidente del parlamento regional, miembro de un partido representado en la cámara, el que recibe y propone al candidato, mientras en las generales será el Rey quien, tras recibir a los diferentes líderes que hayan obtenido representación, propondrá desde su posición arbitral y neutral, no partidista, al candidato a la presidencia.