
Faltan demasiadas emociones para que los partidos políticos siquiera piensen en ello, pero si yo estuviera en el pellejo de los responsables de imagen, ya empezaría a acumular dosieres y a entrevistar a especialistas.
Después del agosto de presupuestos y órdagos jurídicos que nos espera, después del septiembre electoral de desafío contra España que vamos a vivir, vendrá en otoño una nueva campaña que se dilucidará con las elecciones más inciertas y trascendentes de nuestra historia democrática.
Los zarpazos entre los cuatro candidatos de las opciones más importantes van a ser habituales incluso en pleno verano, pero se incrementarán en las semanas previas a la cita electoral y podrían tener su momento culminante ante las cámaras. Juguemos a imaginar cómo será en estas próximas generales el debate televisado que en otras ocasiones han protagonizado sólo los líderes de las dos principales fuerzas políticas, populares y socialistas, socialistas y populares.
La realidad política, la foto fija del momento en el que los españoles colocan a unos y a otros según las encuestas y según los resultados de las tres últimas elecciones celebradas (europeas, andaluzas y municipales-autonómicas), hace más que previsible la propuesta para que se celebre un debate "a cuatro", con Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera cada uno en su rincón del ring televisivo esperando turno para lanzarse a captar el voto. Pero, ¿tendrá posibilidades esa propuesta de ser aceptada por todos? Los aspirantes sin duda la aceptarán, y emplazarán a quien trata de "retener título" a no dar la espalda a la democrática y sana costumbre de debatir ante millones de personas que basarán buena parte de su decisión en lo que vean y escuchen durante esa noche otoñal.
Otra cosa es lo que piense Rajoy, o su equipo de comunicación junto a su director de campaña Jorge Moragas. Voces habrá en el PP desaconsejando la pelea desigual frente a los tres jóvenes empoderados por la popularidad y las ganas de comerse el mundo; asesores tendrá el presidente y candidato que le digan que no juegue en ese campo tal vez embarrado donde puede sufrir una patada a destiempo o una agresión de la que le costaría recuperarse. Incluso, conociendo el antecedente de 2004 y su poca propensión a los medios en directo, pensará el propio Rajoy que pocas son las cosas que ganaría, magra sería la ventaja con la que saldría del combate, frente a las muchas opciones de perder que tendría ante tales adversarios enfrentados en bloque. Se equivocaría.
Los tiempos que corren en política hacen imprescindible el debate televisado, la legislación debería incorporar ya la obligatoriedad de realizar uno o más cara a cara, ahora que tanto se habla de cambiar la Ley Electoral, porque en las sociedades de la información no se llevan ya, no son admitidos los dirigentes que no quieren debatir con la máxima transparencia que da un programa de dos horas sin cortes ni grabaciones.
Lo tenga que organizar la Academia de la Televisión o lo propongan las cadenas en sus horarios de máxima audiencia, el debate es imprescindible e incluso puede mejorar a quienes crean que en esa distancia tan corta del primer plano tendrían las de perder ante rivales que no sólo están acostumbrados a los platós sino que han nacido políticamente en los platós, políticos de nueva estirpe que un día hicieron gracia en la televisión y decidieron saltar de las aulas a las pantallas, con la suculenta ayuda de los medios que se prestaron a ese juego. Iglesias verá su gran oportunidad de mostrarse como el depredador de contertulios que es; Rivera hará valer su perfil moderado pero no dejará entrever ni la enagua de su posible apoyo postelectoral a unos u otros; y Sánchez considerará que está ante la ocasión de su corta vida política para convertirse en remedo del presidente que llegó al poder cuando nadie lo esperaba.
Sólo queda desear que ese debate tenga lugar, a cuatro o por parejas, pero que no sea el habitual catálogo de monólogos a tiempo tasado que nos arrojan a la cara los candidatos cuando pactan ellos mismos o sus asesores el formato del debate, ignorando el criterio de los profesionales de la televisión que saben mucho más que ellos de telegenia y de espacio escénico.