
Las tribulaciones electorales del Partido Socialista no han concluido: es previsible que el 25 de noviembre, el PSC experimente un nueva derrota espectacular, en línea con el declive que esta formación registra desde que en 2003 Pasqual Maragall tomara la polémica decisión de formar gobierno en Cataluña de la mano de Esquerra Republicana, después de un período de gran efervescencia centrífuga provocado por las duras políticas de Aznar durante su segunda legislatura, en la que gobernó con inclemente mayoría absoluta.
Ahora, con el PSC enarbolando la bandera de un federalismo asimétrico respaldado por sectores importantes del partido pero distinto del que, por ejemplo, defiende Griñán en Andalucía (lógicamente, los líderes de las comunidades pobres no están de acuerdo con reducir la cuota de solidaridad, el fondo de compensación interterritorial), es probable que las elecciones del 25-N produzcan un nuevo retroceso por el desconcierto de la clientela tradicional de los socialistas, si no una fractura que a veces parece irremediable en el seno de la organización, en la que se han divorciado sus dos almas, la predominantemente catalanista y la eminentemente de izquierdas.
Así las cosas, puede entenderse que Rubalcaba aplace cualquier decisión personal a que concluya este proceso electoral abierto. Pero no sería fácil de entender que el hoy secretario general del PSOE no advirtiera que el partido tiene un problema que le concierne personalmente.
Como es conocido, Rubalcaba ganó por un puñado de votos el Congreso de Sevilla en febrero pasado. Lo hizo con un proyecto que, podrán corroborarlo los pocos que hayan leído la ponencia, responde bastante bien a los retos de la moderna izquierda europea. Y el líder socialista ha manejado con habilidad en estos diez meses de legislatura el consenso y el disenso con el gobierno de Rajoy. Sin embargo, el rechazo de la opinión pública a este discurso no puede ser más elocuente.
Fallo de credibilidad
A los varapalos cosechados en las elecciones gallegas y vascas el pasado día 21, hay que añadir el descenso en los sondeos de intención de voto, en que el PSOE, que apenas consiguió un 29% el 20N, ha descendido ya hasta poco más del 23% (en la serie de Metroscopia, por ejemplo).
El problema del PSOE no es, parece, ni el discurso ni el programa sino la credibilidad del mensaje. Lo que sucede es claro: con razón o sin ella (muchos pensamos que hay en esto una injusticia), Rodríguez Zapatero es visto por una gran parte de la ciudadanía como el principal causante de esta crisis, por lo que hoy tienen difícil entrada en política quienes le secundaron en su aventura gubernamental. Rubalcaba fue el principal escudero de Zapatero y protagonizó personalmente el final de la legislatura, además de ser el candidato socialista en las generales. Aquel rechazo alcanza por tanto a Rubalcaba.
En realidad, la situación del PSOE hoy es semejante a la que tuvo después de la victoria de Aznar en 1996: los intentos del aparato de mantener el control del partido, con Almunia a la cabeza, terminaron en estrepitoso fracaso y la formación no levantó cabeza hasta que, después de la severa derrota de Almunia en el 2000 (consiguió apenas 125 diputados, quince más que Rubalcaba el 20-N), el XXXV Congreso escenificó y consumó el relevo generacional con un cónclave abierto en el que compitieron cuatro candidatos.
La recuperación del PSOE requiere un proceso parecido. Que, por cierto, no debe suponer el ostracismo de quienes hoy lo controlan. Una vez producida la renovación, vuelve a haber oportunidades para todos. El propio Rubalcaba, ministro con González, puede dar fe de ello, como superviviente de la 'vieja guardia' en el equipo de Zapatero.