
Los cambios en materia de justicia que ha anunciado el Gobierno, y que en buena parte provienen de los compromisos contraídos en el programa electoral, tienen dos componentes independientes entre sí: la reforma institucional que ayer anunció la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y la reforma legislativa y procesal que hoy ha explicado el ministro, Alberto Ruiz-Gallardón.
Aquélla, de gran calado político, es simplemente opinable, como cualquier otra cuestión de gustos. De entrada, hay que decir que ni este gobierno ni ningún otro pasado o futuro ha reformado o reformará la Justicia para otra cosa que para mejorar su capacidad de influencia sobre ella. Faltan, pues, a la verdad quienes argumentan motivos filantrópicos para semejante designio. La ley Ledesma de 1985, que estableció la elección parlamentaria de los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial, tenía aquel propósito inconfesable, como lo tiene ahora la propuesta contraria que restituye la literalidad del mandato constitucional en su interpretación más directa. En el modelo todavía vigente, son los partidos políticos los que proponen a los candidatos a ocupar plaza en el Consejo, y en el modelo que se postula serán las asociaciones judiciales, verdadero trasunto de los partidos políticos y con fuertes vínculos con ellos, las que lo hagan: así las cosas, es sencillamente imposible detectar en qué modelo se preserva mejor la independencia judicial. Una independencia que está, o debería estar, en la conciencia profesional de los propios jueces y no en los intríngulis procesales de la institución que en teoría los representa y con la que se autogobiernan.
Otra cosa es la propuesta de reforma del Tribunal Constitucional, en la que se pretende ensayar el modelo de jueces vitalicios, al estilo del Tribunal Supremo de los Estados Unidos; la fórmula tiene pros y contras, y plantea el problema de que requeriría una reforma constitucional, que, al no ser una cuestión de verdadera emergencia, tropezará con dificultades. Además, con razón, la opinión pública se preguntará por qué hay que reformar la Carta Magna para esta cuestión y no para acometer cambios más terrenales y necesarios.
Regreso a 1985
Los cambios legislativos anunciados por Gallardón, acordes con el programa y con la indudable demanda de un sector social determinado, son mucho más controvertibles porque, desde luego, no se orientan en la dirección progresista, no son reformas de futuro. El regreso a la ley del aborto de 1985 reabrirá problemas que ya parecían resueltos, aunque pueda aceptarse la conveniencia de restituir el consentimiento paterno como norma general en el aborto que lleven a cabo menores de edad. Volver a la persecución y a la clandestinidad no es, desde luego, el medio para acometer un problema real que seguirá existiendo y que habría de minimizar por procedimientos más sutiles que los que, al parecer, se proponen.
Copago, Ley del Menor y cadena perpetua
La introducción del copago en ciertos casos, aunque cautelosa, representa objetivamente un recorte de derechos, una constricción a la libérrima decisión de apelar por las vías establecidas, como garantía de legalidad.
La reforma de la Ley del Menor para que, en los casos de delito grave en los que haya implicados adultos y menores, todos sean investigados y enjuiciados conjuntamente, (aunque a estos últimos se les seguirá aplicando la legislación prevista para ellos), no parece objetable, siempre que no sea un paso más hacia la desprotección del menor, en cuyo tratamiento debe primar siempre las ideas de regeneración y reinserción sobre la de sanción.
Finalmente, el establecimiento de la prisión permanente revisable, una versión suavizada de la cadena perpetua que seria inconstitucional en nuestro ordenamiento, podría entenderse en ciertas patologías ?en el caso de los delincuentes sexuales, por ejemplo- pero no debería ofrecerse como carnaza a quienes reclaman dureza en lugar de terapia social. La buena Justicia no es la más dura sino la que evita las disfunciones sociales que generan delitos, la que disuade al delincuente, la que protege a la víctima, la que cree en el ser humano y está convencida de que quien yerra puede ser rescatado.