Política

La mala calidad de la política

La profesión política se desacreditó socialmente durante la etapa final del franquismo, cuando la dictadura había perdido manifiestamente sus ideales y quienes se aproximaban al poder lo hacían por razones escasamente confesables.

Durante aquel período, la oposición tuvo una dimensión exigua (tan sólo el PCE estuvo realmente organizado, especialmente en el exilio pero también en el interior), y hubo que esperar a las evidencias de que el régimen estaba biológicamente tocando a su fin para que surgiera la sociedad civil, dispuesta a llevar a cabo la transición. Para ello, el grupo que ejerció el liderazgo intelectual en aquel momento tuvo que vencer resistencias instintivas, ya que después de una dictadura la ambición de poder parece pecaminosa.

En definitiva, aquella transición no fue llevada a cabo realmente por profesionales de la política. Fueron personas procedentes de las actividades más diversas las que, patrióticamente, pasaron a ocuparse de los asuntos públicos, dispuestas a sacar al país de aquella peligrosa encrucijada en que colocaba a España el derrumbamiento físico de la larga dictadura.

Escasez de políticos profesionales

En la UCD, el partido pragmático que llevó a cabo materialmente el prodigio de la mutación, sólo había un político profesional, Adolfo Suárez. Y en la derecha neofranquista, Fraga. Pujol llevaba también años de activismo cuando murió el dictador. Y poco más había en aquellos últimos años setenta del siglo pasado en que España se jugó su destino. Incluso en la izquierda moderada, Felipe González era un joven sin historia que surgió súbitamente por su brillantez y su sentido de la oportunidad. Como Alfonso Guerra.

Pero una vez consumado el cambio y afirmada la incipiente democracia, aquellas figuras protagonistas de la transición -desde Joaquín Garrigues a Francisco Fernández Ordóñez, desde Herrero de Miñón a Osorio, desde Fuentes Quintana a Abril Martorell y un largo etcétera- comenzaron a ser desplazadas por los políticos profesionales. Pero la "profesión" política seguía sin estar prestigiada, y, junto a algunas figuras notables de indudable fuste, fue a los parlamentos y a los cargos una masa de personalidades mediocres, en su mayor parte anónima, que puso en marcha lo que algún historiador ha llamado un proceso político de mala calidad que todavía dura.

Desde los ochenta del pasado siglo, el rol político no ha tentado a "los mejores", que han optado sistemáticamente por las profesiones liberales y la actividad empresarial, que ofrecían más oportunidades y más relevancia social. A ello contribuyó la implantación de un cada vez más rígido régimen de incompatibilidades que, con la excusa de evitar la corrupción y la colisión de intereses públicos y privados, terminó de expulsar a las personalidades eminentes que pensaban que podrían prestar un servicio al país sin abandonar del todo su tarea intelectual.

Por ejemplo, tuvieron que optar entre la cátedra y el escaño varios catedráticos de derecho constitucional, cuando, obviamente, mejores leyes tendríamos si se les hubiera permitido compatibilizar ambas funciones. Hay más ejemplos que cualquiera podrá imaginar.

El desprestigio de la política

Y en esas estamos todavía. El desprestigio de la política -y de la función política- no sólo no se ha mitigado sino que se ha agravado. Primero, porque estamos presos de un perverso círculo vicioso: puesto que el espectáculo que ofrece la cosa pública es tan deprimente, los más brillantes no quieren ni acercarse a ella. Y, segundo, porque la corrupción, que ha alcanzado cotas inauditas, vuelve sospechosa la propia dedicación a este menester.

Por añadidura, nuestro régimen de partidos, probablemente a causa de la mediocridad reinante, impide los trasvases desde la sociedad civil a la política e incluso frustra las carreras más brillantes. Organizaciones endogámicas, escasamente democráticas y absolutamente rígidas, los partidos cierran filas ante el intruso -y terminan expulsando invariablemente a quienes se atreven a introducirse desde fuera- y las oligarquías instaladas cierran el paso a los que tratan de ascender desde abajo. Obviamente, de este modo es imposible una renovación fecunda.

El problema es típicamente español, y se debe, como es evidente, a la falta de tradición democrática. En Francia, por ejemplo, la vía más directa desde la sociedad civil a la política es la que instala en la competición electoral a los altos funcionarios, formados en la acreditada ENA. En Alemania y en Italia, la política se prestigió después de la Segunda Guerra Mundial porque quienes reconstruyeron el país de la devastación fueron los resistentes, quienes se opusieron a los fascismos.

La responsabilidad de los intelectuales

La mala calidad de la política nos conduce a la situación actual, en que prácticamente todos los hombres y mujeres públicos de derecha y de izquierda merecen un suspenso por parte de los ciudadanos en las encuestas. Y la falta de profesionalidad se percibe, con honrosas pero escasas excepciones, en la conducción especializada de los asuntos.

Convendría que los intelectuales, que nunca han tenido gran interés en la modernización del país, se tomaran en serio su responsabilidad social y moral, denunciaran la situación en que nos encontramos y efectuaran propuestas capaces de introducir reformas que acaben con esta pésima, dramática, situación.

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