Opinión

¡Ya no puedo más!

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Todavía recuerdo cómo el Derecho Tributario me cautivó. Transcurría el año 1977. Era mi último año en la Universidad. El Catedrático de la asignatura nos explicaba la importancia de la interpretación y nos puso el siguiente ejemplo: Imagínense ustedes, nos dijo, que se aprueba un impuesto que grava la cría de peces y que su cliente se dedica a la cría de crustáceos. Y nos preguntó, ¿el crustáceo es un pez?

El Catedrático nos hizo a continuación una disquisición técnica sobre el concepto de uno y otro que me fascinó y me permitió entender la importancia de la seguridad jurídica. Ahí empezó mi idilio.

He de confesar que los profesores de la asignatura, un inspector de Hacienda, un asesor, y un opositor a inspector, compartían apasionadamente con nosotros sus experiencias profesionales. El examen de la asignatura duró cinco horas de un caluroso sábado del mes de junio. Aprobé, claro.

Poco después, me estrené como interprete novel en un recurso cuya cuestión nuclear era interpretar cómo se aplicaba determinada deducción en la cuota del IRPF. Si se interpretaba que esta se aplicaba por cada sujeto pasivo integrado en la unidad familiar, su importe era uno. Pero si se interpretaba que aquella era por unidad familiar, su importe era otro muy distinto. Y lo gané. Subidón, claro.

El siguiente tema al que me enfrenté fue la calificación a los efectos del IRPF de los intereses bancarios de las cuentas afectas a una actividad económica. En mi opinión, se trataba de un mayor rendimiento de la propia actividad, y no de rendimientos del capital mobiliario. El Tribunal Económico Administrativo de Catalunya me dio la razón, pero el Director General de Tributos interpuso contra su resolución recurso de alzada ante el Tribunal Económico Administrativo Central (TEAC), quien desestimó mi interpretación. El tema, por cierto, suscitó una modificación legislativa.

Para mí, la obligación de contribuir ha estado siempre indisolublemente vinculada a la necesidad de certeza. En definitiva, el contribuyente tiene derecho a conocer con certeza cuál es el importe de su obligación. La norma ha de permitir, pues, cuantificar con claridad su importe. De ahí, también, la importancia de la interpretación.

En aquel entonces, el Presidente del Tribunal Económico Administrativo Central era Don Alfonso Gota Losada, referente de todos quienes nos dedicábamos a lo tributario, que después, como magistrado del Tribunal Supremo, dictó una importantísima resolución sobre el espinoso tema de las operaciones vinculadas. Quienes hoy peinamos canas, recordamos todavía su sentencia sobre el ajuste bilateral. La seguridad jurídica y la correcta aplicación de la norma estaban, pues, garantizadas.

Les he de reconocer que en aquellos momentos disfrutábamos de estabilidad normativa y de una apurada técnica legislativa, propia de los cualificados diputados que integraban en aquel entonces las Cortes Generales. Interpretar la norma daba también lugar a una amena charla de café. Disfrutábamos con ella. Esa es la verdad.

No es de extrañar, por tanto, que en aquel entonces asesoráramos a los clientes con absoluta certeza y seguridad.

Quién nos iba a decir que hoy, muchos años después, la seguridad quedaría sustituida por una inmensa inseguridad que paraliza las decisiones y socava la confianza y la ilusión.Aun así, lo que nunca me podía imaginar es que esta proviniese, en gran parte, de renunciar al derecho en beneficio de la supremacía del razonamiento económico frente al razonamiento jurídico. De que nuestros órganos administrativos y jurisdiccionales hayan sustituido el derecho por la lógica economía de los hechos, actos, y/o negocios, olvidándose del principio de calificación jurídica que nuestra Ley General Tributaria (LGT) proclama.

No es, pues, de extrañar que nuestra jurisprudencia sea un verdadero despropósito. Donde ayer se dijo blanco, hoy se dice negro, sin preocuparse lo más mínimo de los efectos temporales de las contradictorias y sorprendentes resoluciones administrativas y judiciales que se dictan. Tal es la gravedad de la situación, que sigo creyendo en los jueces y en su independencia, pero no en nuestro sistema judicial. La justicia no es resolver cuando hacerlo es tarde. La justicia sobre lo público requiere además de especialización. El contribuyente requiere mayor respeto.

El problema, sin embargo, no es solo la falta de medios y de recursos de la justicia, sino la que también sufren otros organismos no menos importantes como la propia Dirección General de Tributos, de vital importancia. La inseguridad jurídica es además la causa de nuestra paralizante conflictividad. Solucionarla requiere soluciones prácticas y urgentes, por ejemplo, limitar los efectos temporales de determinados criterios administrativos y judiciales, establecer mecanismos de acuerdos entre la Administración y los contribuyentes, regular el arbitraje y la mediación, mejorar la técnica legislativa, tribunales jurisdiccionales especializados, el uso de las disposiciones interpretativas a las que el art. 12 de la LGT se refiere, etc.

Podemos cerrar los ojos y negar la realidad. Pero tras la lectura de recientes resoluciones del TEAC y del TS, me he dicho a mí mismo ¡basta ya! y he optado por promover activamente la recuperación del derecho. Y en eso, Europa nos puede ayudar.

Como Camilo Sesto decía en su canción, ¡ya no puedo más!

Profesor de la UPF y socio Director de DS, Abogados y Consultores de Empresa

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