
A finales del pasado año se dio a conocer una investigación de la Universidad de Navarra que concluía que, si bien un 47% de los españoles tiene una mala imagen de cómo funciona la Administración Pública, en realidad solo un 27% ha tenido una mala experiencia con ella. Entonces ¿por qué el otro 20% manifestaba su disconformidad?
Según las autoras de la investigación, los datos apuntaban a una forma de pensar de algunas personas a las que ellas denominaban burófobos: personas propensas a tener una percepción negativa de cualquier proceso burocrático.
Por supuesto, es interesante comprender que existe este tipo de personas, y tratar de descubrir cómo se construye el perfil de un burófobo, pero lo que realmente me llama la atención es el problema de raíz: ¿cómo puede haber tantas personas insatisfechas con un servicio y no pasar nada? Dicho de otra manera: si la Administración fuera una empresa privada, tener a casi la mitad de los clientes insatisfechos, independientemente de la razón, sería una barbaridad y, con toda seguridad, un negocio inviable.
Si además constatamos que gran parte de esa insatisfacción se basa en una mala percepción y no en una mala experiencia personal, el problema es mucho más profundo, pues estamos hablando de la reputación de la organización.
¿Nos encontramos ante un cliché? ¿Pensar que la Administración funciona mal es quizá algo cultural? Por lo que vemos en el estudio, en un 20% de los casos es así, si bien mucho me temo que esta fama es en gran parte merecida. Una mala experiencia tiene un impacto que va más allá de la persona que la ha vivido. No es algo extraño que un 27% de clientes insatisfechos contagie a otro 20% con opiniones negativas. Porque siempre ha existido el boca a boca, pero una mala experiencia tiene hoy un mayor alcance gracias a las nuevas tecnologías. Y ojo, hablamos de mala experiencia y no de una incidencia en un trámite. La empresa privada sabe que la experiencia del cliente no la determina exclusivamente el servicio, sino también el entorno, la agilidad, el trato al cliente.
Y ahí es donde nos en-contramos con uno de los grandes problemas en la Administración: el concepto de cliente. No existe la cultura de que el ciudadano es el cliente de la Administración Pública, o al menos no en los términos a los que estamos acostumbrados cuando acudimos a un establecimiento privado, como un hotel o un restaurante.
Aunque la Administración no tenga un competidor directo, el esfuerzo por tener satisfecho a sus clientes debe ser el mismo, para generar en ellos una actitud positiva hacia el sistema, que fomente conductas cívicas, que le motive a participar activamente en la resolución de incidencias, que valore el servicio, etc. Si bien es cierto que las malas experiencias tienen un impacto mayor, las buenas también se comparten y, es más, crean embajadores de marca. De nada sirve invertir esfuerzos y recursos en campañas de marketing para cambiar la imagen de la Administración si la realidad como ciudadano cuando te enfrentas a un trámite sigue siendo la de procesos largos, poco productivos y con un trato impersonal.
Tradicionalmente la Administración se ha encontrado a la cola de la innovación en procesos y experiencia de cliente. Es cierto que en los últimos años se han realizado grandes esfuerzos por participar de la transformación digital, pero es necesario un cambio mucho mayor. La Administración debe analizar cuáles son los trámites más frecuentes, los que más utilizan los ciudadanos, entender qué problemas se dan en ellos desmenuzándolos y atajarlos de raíz.
Desde una perspectiva de eficiencia, y también desde una perspectiva de experiencia de cliente. Y por supuesto, iniciar y liderar un cambio cultural en toda la organización hacia una cultura centrada en el cliente y en la mejora continua.