
Tenía razón Barack Obama cuando dijo que la democracia en sí estaba en juego en las elecciones presidenciales americanas que se acaban de celebrar, aunque con la victoria aplastante de Donald Trump frente a Hillary Clinton, ¿podemos afirmar que la mayoría de los estadounidenses son antidemócratas? ¿cómo deben reaccionar los votantes de Clinton respecto a los defensores de Trump y al nuevo Gobierno?
Si hubiera ganado Clinton, Trump habría negado seguramente la legitimidad de la nueva presidenta. Los partidarios de Clinton no deben seguir ese juego. Pueden señalar que Trump ha perdido el voto popular y no puede precisamente reclamar un mandato democrático arrollador, pero los resultados son los que son. Sobre todo, no deben responder a la política de identidad populista de Trump con otra forma de política de identidad.
Los defensores de Clinton deben centrarse en nuevas maneras de atraer los intereses de los simpatizantes de Trump, mientras defienden con determinación los derechos de las minorías que se sienten amenazadas por la agenda de Trump. Y deben hacer todo lo que sea posible para defender las instituciones liberales democráticas si Trump intenta debilitar los mecanismos de control y equilibrio.
Para alejarnos de los clichés habituales sobre cicatrizar las divisiones políticas en un país después de unas elecciones tan batalladas, debemos entender precisamente cómo Trump, como archipopulista, atrajo a los votantes y cambió su autoconcepción política por el camino. Con la retórica adecuada y, sobre todo, con unas alternativas políticas plausibles, esa autoconcepción puede cambiarse otra vez. Los miembros del Trumproletariado actual no están perdidos para siempre para la democracia, como sugería Clinton cuando los llamó "irredimibles" (aunque probablemente tenía razón en que algunos están decididos a seguir siendo racistas, homófobos y misóginos).
Trump ha pronunciado tantas declaraciones profundamente ofensivas y demostradamente falsas durante la campaña que una frase muy sugerente pasó inadvertida. En un mitin en mayo dijo que "lo único importante es la unificación de la gente, porque la otra gente no importa nada". Es la conocida retórica populista de que hay una "gente de verdad", definida por el populista, a la que él representa fielmente y todos los demás pueden (o deben) quedar excluidos. Es el lenguaje político utilizado por personajes tan dispares como el difunto presidente venezolano Hugo Chávez o el presidente turco Recep Tayyip Erdogan. Observen lo que el populista hace siempre: parte de una construcción simbólica de la gente real, cuya voluntad auténtica y única, supuestamente, se deduce de esa construcción. Después afirma, como hizo Trump en la convención republicana de julio: "Yo soy vuestra voz" (y con su modestia característica: "Solo yo puedo arreglarlo"). Es un proceso enteramente teórico y, al contrario de lo que a veces defienden los admiradores del populismo, no tiene nada que ver con la aportación real de la gente corriente.
Un pueblo único y homogéneo incapaz de obrar mal y necesitado de un único representante auténtico que aplique debidamente su voluntad es una fantasía, pero que puede responder a los problemas reales. Sería un error pensar que Venezuela y Turquía fueron democracias perfectamente pluralistas antes de la aparición de Chávez y Erdogan.
El sentimiento de desposesión y enajenación son terreno fértil para el populismo. En Venezuela y Turquía, parte de la población estaba sistemáticamente desaventajada o excluida en gran manera del proceso político. Hay pruebas sustanciales de que la población con bajos ingresos en Estados Unidos tiene poca o ninguna influencia en las políticas y carece de representación efectiva en Washington.
De nuevo, fíjense en cómo el populista responde a una situación así: en vez de exigir un sistema más justo, dice a los oprimidos que solo ellos son la "gente de verdad". La declaración de identidad debe resolver el problema del abandono de los intereses de muchas personas. La tragedia particular de la retórica de Trump (y presumiblemente su efecto más pernicioso) es que ha convencido a muchos estadounidenses de que forman parte de un movimiento nacionalista blanco. Los representantes de lo que eufemísticamente se conoce como la derecha alternativa (alt-right, o supremacía blanca de los últimos días) ocuparon el centro de la campaña. Ha avivado el sentido de agravio común difamando a las minorías y, como todos los populistas, describiendo al grupo mayoritario como las víctimas perseguidas.
No tenía que ser así. Trump ha alegado con éxito que representa al pueblo, pero la representación nunca se limita a una respuesta mecánica a las demandas previas. La afirmación de representar a los ciudadanos también moldea su concepción de sí mismos. Es fundamental alejar esa autoconcepción de la política de identidad blanca y acercarla al campo de los intereses.
Por eso es esencial no confirmar la retórica de Trump, desestimando o incluso descalificando moralmente a sus seguidores. Eso solo permite a los populistas anotarse más puntos políticos, porque dicen, en efecto, "¿lo veis? Las elites os odian, como os había dicho, y ahora no saben perder".
De ahí el desastroso efecto de generalizar sobre los defensores de Trump llamándoles racistas o tildándoles como hizo Hillary Clinton de "abominables" e "irredimibles". George Orwell una vez dijo que "si quiere hacerse enemigo de un hombre, dígale que sus dolencias son incurables".
Por supuesto, la identidad y los intereses suelen ir de la mano. Quienes defienden la democracia contra el populismo a menudo deben pisar el peligroso suelo de la política de identidad, pero la política de identidad no tiene por qué apelar a la etnicidad, ni mucho menos a la raza.
Los populistas son siempre antipluralistas. La tarea de sus contrincantes es diseñar concepciones de una identidad colectiva pluralista, dirigida a compartir ideales de justicia.
Muchos se preocupan con razón de que Trump no respete la Constitución de EEUU Por supuesto que el significado de la Constitución es tema de debate y sería ingenuo creer que las apelaciones apartidistas le vayan a disuadir de inmediato, pero los fun- dadores de Estados Unidos querían limitar lo que cualquier presidente pudiera hacer, incluso con el apoyo del Congreso y un Tribunal Supremo favorable.
Esperemos que suficientes votantes (los defensores de Trump incluidos) lo vean del mismo modo y le presionen para que respete este elemento no negociable de la tradición constitucional americana.