L a escasez de gasolina ha creado largas colas en todas las estaciones de servicio. Los hospitales se han quedado sin medicinas. El paro ha subido al 40 por ciento o más, y las ONG están mandando aviones con comida. Si oímos algunos comentarios, podríamos pensar que el resultado inmediato de la salida de Grecia del euro sería como Berlín en 1945: un país resquebrajado, con la economía hundida y una población muerta de hambre. Mejor es no hacer caso, porque la Grecuperación, si finalmente no se confirma un acuerdo y se introduce el dracma va a sorprender a todos. Será, a la vez, robusta y duradera. Y es que Grecia ya ha recortado sus salarios a niveles competitivos, sus principales sectores están muy atentos a los precios más bajos que seguirán a la devaluación, y la demanda interna protagonizará una recuperación rápida. La única pregunta para los inversores será cuánta exposición a esa recuperación quieren. Y qué impacto tendrá su auge para el resto de la eurozona. Todavía es un escenario hipotético, eso es verdad, si Grecia sale o no del euro o si al final se materializa el principio de cuerdo entre el primer ministro Alexis Tsipras y sus socios (si ese es el término correcto) en la eurozona. La situación se ha vuelto tan caótica, que hasta la precavida y pragmática cancillera alemana Angela Merkel parece haberse quedado sin planes. Cada uno sale al paso sobre la marcha. Con los bancos todavía cerrados y la economía encogiendo por momentos, parece que la salida es un desenlace probable. Uno de los clichés de la crisis es que Grecia no tiene buenas opciones a partir de aquí, pero eso no es cierto. Tiene una opción excelente: se llama dracma. Algunos análisis parecen implicar que tener moneda propia es un camino muy arriesgado a seguir, pero casi todos los países la tienen. La eurozona es la peculiar por tener un sistema monetario común, y hasta el momento no parece que funcione especialmente bien. En realidad, a los seis meses de lanzar un nuevo dracma, o euro paralelo, o como se llame, Grecia volvería a crecer a paso firme. Veamos por qué.
Primero, resurgiría el turismo. Suponiendo una devaluación en la región del 30 por ciento al 50 por ciento, las vacaciones en Grecia serían mucho más baratas. En jerga económica, el turismo tiene elasticidad-precio: cuando se reduce el precio, aumenta mucho la demanda. Tengamos en cuenta que uno de sus principales rivales para los turistas europeos (el norte de África) padece ataques terroristas. ¿El resultado? Un gran aumento del número de visitantes.
Segundo, habría un incremento en la demanda interna. Algo que beneficia a Grecia es que el turismo constituye un sector muy intensivo en mano de obra. Hacen falta muchas personas para atender los hoteles, restaurantes y bares. Por eso, si el sector resurje, el empleo aumentaría rápidamente. Al fin y al cabo, con el total de parados rozando el 27 por ciento, no les va a costar cubrir vacantes. Cuanta más gente trabaje, más dinero tendrían para gastarse en las tiendas y eso impulsaría la economía aun más.
Tercero, el transporte marítimo. Grecia es uno de los grandes actores del negocio del transporte marítimo global. Como el turismo, también tiene mucha elasticidad-precio. A nadie le importa en qué tipo de barco viene su televisor de China a Alemania; solo importa el precio. Si Grecia devalúa su moneda el sector del transporte, que ya representa el 16 por ciento de la flota mercante del mundo, vería un gran empujón. Como el turismo, el transporte marítimo emplea a mucha gente y mientras se creen empleos, la mayor demanda alimentará la economía interna. Por último, la manufactura. Grecia nunca ha tenido un sector manufacturero importante, al menos no para exportaciones, pero el coste de su mano de obra ya es muy competitivo frente al oeste de Europa, y con una devaluación monetaria del 30 por ciento, lo sería también respecto a Europa del este y casi todos los mercados emergentes. Además de precios bajos, Grecia dispondría de las infraestructuras derivadas de tres décadas de membresía en la UE. Su vecina inmediata Turquía ha levantado una gran base manufacturera en sectores como el textil o el material de construcción, donde su proximidad con el acaudalado mercado europeo cuenta mucho. Al igual que Turquía, Grecia tiene una ubicación fantástica, entre Europa y los mercados en auge del Golfo y Asia. No hay razón por la que las firmas no construyan fábricas allí.
Allá por 2001 Argentina se vio obligada a poner fin a su vínculo monetario con el dólar y devaluó masivamente su divisa en plena crisis bancaria. Aun así, entre 2003 y 2007 el crecimiento promedió nada menos que un 8,5 por ciento al año. Tal vez sea pedir demasiado que Grecia haga lo mismo, pero Argentina es una economía relativamente nada competitiva, con un sector exportador que brilla por su ausencia y, al contrario que Grecia, ni siquiera está cerca de ningún mercado importante. Por eso, un índice de crecimiento del 5 por ciento en 2017 y 2018 no sorprendería si Grecia abandonase el euro. Y un 8 por ciento es posible.
Los analistas británicos y americanos se equivocan al creer que cambiar de moneda es un trauma. Quizá sea porque el Reino Unido y EEUU tienen, en términos globales, unos sistemas monetarios muy estables. El dólar y la libra llevan mucho tiempo. Otros países cambian de moneda con frecuencia y sin grandes repercusiones. Un francés sexagenario ya irá por su tercera moneda. Y un alemán del este cuarentón. No supuso ninguna catástrofe en esos países y tampoco sucedería en Grecia. La mayor amenaza para el euro en caso de que fallen las negociaciones y se produzca un Grexit puede no ser el contagio a otros países periféricos, sino que vaya tan bien que otros se planteen por qué no hacer lo mismo.