
Si el país mediterráneo puede financiarse a unos costes soportables es gracias al rescate que Atenas denosta.
El primer ministro Alexis Tsipras y su ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, han empleado toda esta semana en pintar, ante los principales mandatarios europeos, el retrato de un país estrangulado por una deuda impagable y por la tutela exterior que ejerce la troika.
Sin duda, Grecia se encuentra al límite, como demuestra el hecho de que en tres semanas expira el rescate europeo del que se beneficia desde 2010, su renovación está bloqueda y sus bancos ya no se nutren de las vías de liquidez ordinarias del BCE.
La más pequeña economía del euro corre el riesgo de quedarse sin financiación en semanas. Sin embargo, no es el lastre del 175 por ciento del PIB de deuda lo que la ha puesto contra las cuerdas. Para evaluar si el pasivo es sostenible, junto al volumen total, hay que valorar la cuantía de sus intereses. Los que Grecia afronta no pasan, gracias al aval del tan denostado rescate, del 2,5 por ciento. Además, el pago de ese gravamen supondrá este año un 2,6 por ciento del PIB, el desembolso más bajo de todos los periféricos, incluida España. Tampoco la troika ha puesto de rodillas a Grecia. Lo hizo mucho antes una economía carente de toda industria y sustentada por un Estado clientelar. Y el mismo Tsipras es quien está cerca de terminar de asfixiar al país. Su plan de canje de títulos de deuda no puede sustituir al rescate, del mismo modo que sus impuestos sobre los ricos o su plan de lucha contra el fraude resulta incapaz de reemplazar los ajustes del gasto público.
Los compromisos a los que Grecia se sujetó para poner en marcha el auxilio fueron otros y Tsipras tiene que garantizar su cumplimiento mediante una hoja de ruta creíble. Si no lo hace, la única opción que permanece abierta es una indeseada salida del euro.