Los avances hacia una integración económica pueden ser dolorosamente lentos.
Abundan las metáforas para describir la crisis europea, que continúa intensificándose. Para algunos, estamos a cinco minutos de la medianoche; para otros, Europa es un auto que acelera hacia el borde de un barranco. Para todos, se acerca cada vez más un peligroso momento existencial.
Los optimistas -quedan algunos, especialmente en Europa- creen que cuando la situación se torne crítica, los líderes políticos darán un nuevo rumbo a las cosas y volverán a colocar a Europa en la senda del crecimiento económico, la creación de empleos y la estabilidad financiera. Pero los pesimistas han aumentado en cantidad e influencia. Ven la como la disfunción política se suma a la agitación financiera, amplificando así los errores en el diseño original de la zona del euro.
Por supuesto, cuál de las partes está en lo cierto dependerá de la voluntad de los gobiernos de la eurozona para tomar las difíciles decisiones necesarias, en forma coordinada y oportuna. Pero no es ese el único factor determinante: los gobiernos deben ser capaces de implementar los cambios una vez que la voluntad de hacerlo se materializa. Y aquí, las interminables demoras tornan los desafíos más sobrecogedores y el resultado más incierto.
Los observadores experimentados nos recuerdan que las crisis, más que la visión, han tendido a impulsar el progreso en las etapas críticas de la histórica integración europea, un viaje de varias décadas impulsado por el deseo de garantizar la paz y la prosperidad en el largo plazo en lo que previamente había sido una de las regiones más violentas del mundo y el lugar de terribles sufrimientos humanos. Después de todo, la UE (incluidos los 17 miembros de la eurozona) continúa siendo un conjunto de naciones-estado con notables divergencias en sus condiciones económicas, financieras y sociales. Las diferencias culturales persisten. Los ciclos políticos distan de estar sincronizados. Y son demasiados los mecanismos de gobierno regional -con la importante excepción del BCE- que carecen de suficiente influencia, credibilidad y eficacia.
Por sí mismo, este grupo es vulnerable a discusiones reiteradas, tomas de posición perjudiciales, y desacuerdos sobre las visiones de futuro. Como consecuencia, los avances hacia una integración económica y política pueden ser dolorosamente lentos durante los buenos tiempos. Pero todo esto puede cambiar rápidamente cuando se avecina una crisis, especialmente si amenaza la integridad del proyecto europeo.
Esa es la situación actual de la eurozona. Una crisis de endeudamiento que estalló en Grecia, en la periferia de la zona del euro, y ha migrado con tanta fuerza hacia su centro que pone en riesgo su propia supervivencia.
Cuanto mayores las demoras en las respuestas de política, mayores los interrogantes sobre el futuro europeo. Mantener una unión monetaria de 17 miembros ya no es algo que pueda darse por sentado. Ahora proliferan los comentarios sobre la salida de países, comenzando por Grecia (el fenómeno «Grexit»). Y solo los idealistas a ultranza desechan de plano el creciente riesgo de la desintegración total de la zona del euro.
Sin embargo, muchos veteranos del proyecto de integración europea ven una luz de esperanza entre las oscuras nubes que se amontonan sobre su creación. Para ellos, solo una crisis puede hacer que los políticos dejen de patear varios problemas hacia adelante y, en su lugar, logren catalizar las políticas -una mayor unión fiscal, bancaria y política- que, junto con la unión monetaria, garantizarían que la eurozona descanse sobre una plataforma estable y sostenible con cuatro patas.
Pero esta visión no carece de riesgos. Supone que, si la situación lo obliga, los líderes políticos efectivamente harán lo necesario: la cuestión de la voluntad. También asume que tendrán la capacidad para hacerlo: la cuestión de la capacidad. Y, con el tiempo, la incertidumbre relacionada con esta última cuestión ha aumentado hasta un nivel incómodo. La eurozona actual se ve afectada por un grado de rechazo sin precedentes -en términos económicos, financieros, políticos y sociales- por ciudadanos en una creciente cantidad de países. Cuanto más se prolongue esto, más difícil será para los políticos mantener el control sobre los destinos de sus países, y sobre la iniciativa común europea.
La actividad en el sector privado está perdiendo empuje, y casi se ha detenido en la economía más vulnerable de la zona del euro (Grecia), donde se ha disparado una corrida bancaria. También en otros lugares los depositantes han comenzando a transferir sus ahorros a la economía más fuerte (Alemania) y a puertos seguros (Suiza y Estados Unidos). Las empresas más débiles despiden personal, mientras que las más sólidas demoran sus inversiones en plantas y equipos. Y los inversores globales continúan abandonando la eurozona en manadas, transfiriendo las deudas de los países a los contribuyentes y los balances del BCE.
No sorprende que el malestar social sea evidente en un número cada vez mayor de países. No sorprende que los partidos nacionalistas ganen tracción en toda la zona del euro. Y tampoco sorprende que los votantes en casi dos tercios de los países de la eurozona hayan votado en contra de quienes estaban en ejercicio durante las últimas elecciones.
Todo esto sirve para socavar la eficacia de las políticas gubernamentales, ya que reduce su credibilidad, obstruye sus canales de transmisión hacia la economía, y hace difícil contrarrestar la reducción del capital y el gasto del sector privado. Como consecuencia, los sistemas económicos y financieros basados en los mercados están perdiendo su dinamismo.
También a mí me gustan las metáforas. Durante un viaje al continente la semana pasada, escuché una que capta muy bien la dinámica central de la actualidad europea. Los líderes de la eurozona están sobre una balsa que se acerca a una catarata mortal. Cuanto más esperan, más velocidad gana la balsa. Por lo que el resultado no solo depende de su voluntad para cooperar y llevar la balsa a un sitio seguro, sino también de su capacidad para lograrlo en medio de fuerzas naturales cada vez más difíciles de controlar y superar.
El mensaje es claro. La crisis actual puede efectivamente romper en algún momento la resistencia inherente al compromiso, la colaboración y la acción conjunta de los líderes de la zona del euro. Pero cuánto más discutan y vacilen, mayor será el riesgo de que lo que ganen en voluntad lo pierdan en capacidad.
(Mohamed A. El-Erian es director ejecutivo y codirector de Inversiones de PIMCO)