Opinión

Olé tus reaños

El 5,8% de déficit este año es una operación de alto riesgo ante Bruselas y los mercados.

Para ser un diletante y un hombre tranquilo, el presidente del Gobierno tiene valor. Primero le ha echado un pulso a los sindicatos con la reforma laboral -"el marco legal de las relaciones laborales se altera por primera vez de verdad desde el Estatuto del Trabajador del año 1980", en palabras de Samuel Bentolila, uno de los principales expertos españoles en economía laboral y nada sospechoso de simpatías populares-. A continuación, se las ha tenido tiesas con sus propios barones territoriales e históricos con la reforma financiera, aunque para el buen fin de ésta es necesario el concurso decidido del Banco de España, que hasta ahora no se ha caracterizado precisamente por ser expeditivo. Y ahora Rajoy se atreve con sus presuntos protectores, Merkel y Sarkozy. Una nueva refutación para aquellos que creían que el Ejecutivo estaba paralizado por el síndrome de Andalucía. La realidad hace milagros, pensarán algunos, y bien puede ser que los datos de paro registrado de febrero, 112.000 parados más, hayan sido el catalizador de una idea que se iba colando por las rendijas del sistema. Esto se hunde y más vale que aparezca pronto el capitán, no vaya a ser que los ciudadanos crean ver el fantasma del Andrea Doria.

La casualidad o el destino han querido que el Gobierno español le eche un pulso a Bruselas el mismo día que 25 países de la Unión, incluida España, han firmado el Tratado Intergubernamental de Disciplina Presupuestaria. Un acuerdo que no es, como he leído en algún sitio, la muerte oficial del keynesianismo, sino de la ilusión fiscal y de la excepcionalidad europea. No prohíbe el déficit, sino que obliga a mantener el equilibrio estructural de las cuentas públicas, es decir, permite actuar a los estabilizadores automáticos e incluso a los estímulos coyunturales con la única obligación de resarcir a las cuentas públicas dentro del mismo ciclo económico de aquellas detracciones extraordinarias. Basta ya de financiarse con cargo a las generaciones futuras. El Tratado, como la reforma de los sistemas de pensiones, restablece el equilibrio intergeneracional y pone fin a un período atípico, y ya excesivamente largo, de mantenimiento de rentas presentes con cargo a potenciales ingresos futuros. Entre otras cosas porque el nivel de desarrollo europeo no permite ya confiar en el crecimiento acelerado como mecanismo de pago.

El Gobierno ha aprobado el techo de gasto para el ejercicio presupuestario en curso y lo ha fijado de tal forma que supone una caída del 12,5 por ciento en el gasto disponible de los ministerios. Un ajuste suplementario de ?15.000 millones que los Presupuestos habrán de detallar y que supone una reducción de 3,5 puntos porcentuales en el déficit estructural del conjunto de las Administraciones Públicas. A primera vista, el objetivo de déficit, del 5,8 por ciento del PIB, se queda muy lejos del que contempla el Programa de Estabilidad del Reino de España presentado por el Gobierno anterior. Aunque sólo a primera vista, porque el Ejecutivo ha ratificado el objetivo del 3 por ciento en 2013. Hablar de incumplimiento es un exceso; como lo es insistir en que se pide clemencia a Bruselas. Sólo se pide tiempo y tal vez ni eso. Porque no se alarga el calendario de consolidación un año más, como parecía que era el caso, sino que simplemente se periodifica de manera distinta para reflejar que el punto de partida es sustancialmente diferente ante la magnitud del incumplimiento del Gobierno anterior.

Aún así, es indudable que la operación entraña alto riesgo. Alto riesgo político porque existe la posibilidad de que las autoridades europeas decidan rechazar las cuentas españolas en mayo, cuando la Comisión tiene la obligación de elevar sus recomendaciones al Consejo. Y alto riesgo de mercado, porque los inversores pueden darle la espalda y provocar tensiones crecientes en el mercado de deuda. Para contrarrestar el primero, el Gobierno confía no solo en su buena imagen, sino en la lógica de su argumento: un cambio estructural de esta magnitud no puede producir efectos en un año. Existen retardos de diseño y ejecución que ningún programa creíble puede ignorar: las privatizaciones no se pueden hacer todas de golpe, porque inundarían el mercado; los organismos y empresas públicas perfectamente prescindibles conllevan gastos legales de liquidación y cierre y un tiempo para procesarlos; la redefinición de un nuevo contrato social que acabe con el gratis total en los servicios públicos exige un cierto diálogo con los afectados. La democracia europea tiene sus reglas, afortunadamente, incluso para los Gobiernos con un amplio mandato popular. Para amortiguar el segundo riesgo, el de mercado, Rajoy cuenta con el BCE y su generosa política de liquidez que hace muy improbable una súbita estampida de los inversores.

El éxito de la operación presupuesto no depende tanto del calendario de ajuste como de la estación de llegada. Si el Gabinete es capaz de ofrecer un diseño final convincente de cómo quedaría el sector público español en 2013, de cuál sería su tamaño y gasto corriente, cuáles sus competencias y cuál su nivel de eficiencia, cuál la distribución territorial de ingresos, gastos y responsabilidades, no creo que haya problemas. Para ello es necesario romper muchos cómodos consensos internos, porque el modelo de Estado estaba cimentado en la abundancia y en el efecto coche escoba que jugaba la Administración central haciéndose cargo finalmente de las facturas. Instalar la cultura de que cada palo aguante su vela sin más deuda histórica ni recálculo del coste de las transferencias no será tarea fácil. Pero quizás por eso el Ejecutivo haya hecho coincidir también el viernes la aprobación de un crédito sindicado de 35.000 millones para pagar a proveedores de ayuntamientos y comunidades que supone una restructuración de deuda interna. Todo un aviso a navegantes. Tampoco en España puede haber bail-out sin intervención previa. Sobre todo porque el exit no es posible.

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