Opinión

El Fondo no debe prestar a Europa

Lagarde

Europa quiere resolver sus problemas con dinero ajeno para beneficio de la mayor economía de la UE. La ayuda del FMI puede ser un salvavidas de plomo.

Un rumor recientemente desmentido indicaba que el Fondo Monetario Internacional estaba a punto de ofrecer a Italia un paquete financiero de 600.000 millones de euros para dar tiempo a su nuevo Gobierno a implantar un plan de ajuste cubriendo sus necesidades financieras de los próximos 18 meses. Salvo por la magnitud del paquete, no difería de los programas de ajuste del Fondo que nos hemos habituado a ver (y criticar) en los países en desarrollo. Sólo que en éste hay una diferencia crucial: Italia pertenece a un club muy selecto que no necesita fondos externos para su rescate.

Hasta ahora los programas para la periferia de Europa fueron liderados, y en gran medida financiados, por los Gobiernos europeos. En ellos, más allá de una contribución financiera marginal, el verdadero rol del FMI consistió en actuar como consultor externo: el que impone al país en cuestión las condiciones que el resto ni quiere pronunciar. En claro contraste con esa función, se observa hoy un intento de movilizar a través del Fondo una masa sustancial de recursos internacionales para financiar los programas de Europa. Y eso ha puesto de manifiesto esta cumbre de la UE al considerar que se brinden fondos al FMI y que la comunidad internacional contribuya. Ello implica que la breve historia del súperprograma de ajuste italiano hecho en el FMI y financiado en su mayoría con recursos no europeos puede verse como un antes y un después en las reglas del juego: Europa, parece, está decidida a resolver sus problemas utilizando dinero ajeno.

Existen, a nuestro parecer, al menos tres razones por las que el FMI debe resistir la presión y abstenerse de aumentar su ya extremadamente alta exposición al Viejo Continente.

La primera, y más obvia, es que Europa ya tiene su propio prestamista de última instancia. El Banco Central Europeo (BCE) puede producir todos los euros necesarios para garantizar el pago de la deuda italiana y, al emitirlos, compensar, a través de una cierta inflación, los efectos contractivos del draconiano ajuste que está teniendo lugar bajo el corsé de la moneda común.

Es sorprendente que algunos observadores interpreten la participación financiera del FMI como un esfuerzo virtuoso de la comunidad internacional por conducir elbarco europeo a buen puerto. ¿Por qué debe el FMI (o, lo que es lo mismo, la comunidad internacional) hacer por Europa lo que Europa puede y no quiere hacer por Italia? ¿Por qué utilizar fondos internacionales para pagar por los fracasos de la gobernanza de la eurozona? ¿Qué sentido tiene para el FMI endeudarse en otras divisas para prestar a Italia en su propia moneda?

Y si, como parece ser el caso, los regates alemanes a sus socios de la eurozona tienen como único fin minimizar su cuenta en el rescate, ¿por qué el coste debe ser trasladado al FMI para beneficio de la mayor y más exitosa economía de Europa? Además, liberar al BCE de sus obligaciones como prestamista de última instancia a expensas de la comunidad internacional promovería, para Europa en su conjunto, el mismo riesgo moral que los líderes germanos invocan para oponerse a la intervención del BCE.

La segunda razón para mantener el dinero del Fondo lejos de Europa radica en que los rescates masivos a países potencialmente insolventes suelen tener serias implicaciones redistributivas. Si consideramos que el Fondo es un acreedor privilegiado (en caso de impago cobra primero y lo cobra todo), sus préstamos reemplazarían deuda de bonistas privados que puede ser reestructurada por deuda multilateral sin riesgo de impago. Como consecuencia, un grupo de acreedores afortunados sería rescatado a cuenta del resto, que quedaría detrás del FMI en la fila de cobros. De hecho, en caso de default, y dado que el Fondo cobra sin descuento, cuanto mayor sea la proporción de deuda en manos del organismo, mayor tendrá que ser la quita a los bonistas restantes para equilibrar las cuentas públicas. Por esto mismo, los préstamos del Fondo pueden convertirse en un salvavidas de plomo para volver a acceder al mercado: pocos inversores se verían atraídos por un emisor que tiene deuda masiva con un prestamista senior.

Esto nos lleva a la tercera razón: ¿Y si el estatus de acreedor preferente del FMI dejara de respetarse? Ese estatus está basado en la práctica de los bancos centrales, que establece que el prestamista de última instancia es el último en prestar y el primero en cobrar. La razón estriba en que, al limitar de este modo el riesgo de default, puede prestar a tipos razonables cuando nadie lo haría.

Desde este punto de vista, el estatus preferente del  Fondo es un activo que debería preservarse. Aunque este acuerdo tácito funciona cuando la porción adeudada al Fondo en relación a la deuda total es pequeña, la regla no está protegida por ningún tratado y ha sido relajada en algunos casos. Por ejemplo, 35 países pobres y altamente endeudados participaron en un programa establecido en 1996 (HIPC, por sus siglas en inglés) en el cual la deuda del Fondo fue reducida. ¿Qué pasaría si en cinco años Italia estuviera muy endeudada con el Fondo y éste, tras haber desplazado a la deuda privada, se viera obligado a condonar parte de la deuda para hacer sostenible la restante?

La iniciativa de usar al FMI para canalizar los préstamos del BCE a sus propios miembros se antoja, a nuestro juicio, como un artilugio para eludir las restricciones de los Tratados europeos sobre el BCE. Al mismo tiempo, esto permitiría al BCE beneficiarse de la seniority del FMI, liberándolo, de paso, de la necesidad de imponer su propia condicionalidad a uno de sus miembros. Un esquema de este tipo podría verse como un abuso del estatus preferente del Fondo, reabriendo el debate sobre su conveniencia. Poco sentido tiene para la comunidad internacional asumir estos riesgos innecesarios. Ojalá los miembros no europeos del FMI puedan con tener la presión. La solución para Europa no está en usar el dinero del Fondo, sino el suyo propio.

(Mario I. Blejer y Eduardo Levy Yeyeti son expresidente del Banco Central de Argentina y profesor de la Universidad Torcuato di Tella y execonomista jefe del Banco Central de Argentina, respectivamente)

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