Opinión

Hablemos de las Europas

Esta cumbre no despeja las dudas sobre cómo Berlín y París lograrán que baje la prima de riesgo italiana o española.

La ruptura era inevitable. La Unión Monetaria supone un nivel de integración política que el Reino Unido no iba a aceptar nunca. Pero podía haberse suavizado.

Los británicos no se oponen, no podían, a una mayor disciplina fiscal en la eurozona. Tampoco a una cierta mutualización de la deuda pública. Pero no pueden aceptar la renuncia a las decisiones por unanimidad en materia fiscal y regulatoria por una razón obvia: saben que están en minoría. No sólo por la importancia de su industria financiera, más del 10 por ciento del PIB británico, sino por la estructura de su financiación empresarial, fuertemente desintermediada y donde los mercados no bancarios desempeñan un papel dominante. Lo que no es el caso en Francia y Alemania.

Se trata de una vieja dialéctica: el capitalismo renano de fuertes y permanentes vínculos entre empresas y bancos ?privados en Alemania, cuasipúblicos en Francia? frente al capitalismo desregulado angloamericano. No han ayudado muchas afirmaciones como que ha llegado la hora de someter a los mercados, de encorsetar a la economía financiera y sustituirla por la economía real. Una economía real que se ve desde Londres, por cierto, como una especie de despotismo ilustrado donde algunas grandes empresas públicas han capturado al Estado en su propio beneficio, en el de sus empleados públicos y sus élites gestoras que se reparten el excedente del monopolio.

Muy interesante, dirán algunos, pero qué tiene que ver todo esto con el futuro del euro. Pues bastante, porque los británicos sospechan que con la excusa de la crisis de la deuda soberana europea se quiere fundar una nueva Europa, más intervencionista y estatista. Y no les falta algo de razón. Aunque su posición negociadora se debilita por su negativa a aceptar siquiera como posibilidad a largo plazo la pertenencia a la zona euro. Siempre he defendido que a todos nos iría mejor con el Reino Unido en el euro; pues sus posiciones ayudarían a contrapesar el deje intervencionista centroeuropeo. Pero lo que no puede ser es imposible. La opinión pública británica ha decidido por una abrumadora mayoría ser una especie de Singapur, una plataforma atlántica de intermediación legal, financiera y de negocios entre Europa y Estados Unidos. La UE avanza decididamente a dos velocidades, pero a todos nos interesa que no haya un choque de trenes. Tan ingenuo sería pensar que la eurozona puede rápidamente sustituir al mercado financiero londinense, la principal vía de conexión de los gastadores europeos ávidos de dinero con los ahorradores árabes y asiáticos, como suponer que Londres puede parar la inevitable integración fiscal y financiera que demanda la supervivencia del euro. Porque la unión monetaria necesita un Fondo de Garantía de Depósitos bancarios común, una supervisión bancaria única y un mecanismo de resolución bancaria armonizado. Y habrán de ser implantadas con urgencia, también por el procedimiento de la cooperación reforzada y los tratados intergubernamentales si hace falta, aunque ello amenace a la actual Agencia Bancaria Europea. La eurozona y la Unión Europea se configuran como dos espacios económicos y políticos diferentes, en un déjà vu de la división europea entre e lMercado Común y la EFTA de los años 60. Entonces la línea divisoria estaba en el arancel exterior común y hoy en la moneda común.

Los excesos verbales como la Europa Fortaleza de los años proteccionistas no trajeron nada bueno y, afortunadamente, gracias entre otros a la entrada final de Gran Bretaña, la Unión Europea se configuró como un espacio comercial abierto al mundo. Todos deberíamos aprender de ese episodio.

La historia sigue y la crisis del euro, también. El rifirrafe político ha restado protagonismo a las cuestiones económicas inmediatas, que siguen siendo cómo garantizar el cumplimiento de los objetivos fiscales, cómo evitar que el exceso de endeudamiento de los países periféricos se vuelva a repetir y cómo tranquilizar a los mercados financieros y hacerles recuperar la confianza en los activos denominados en la divisa europea y en sus entidades financieras.

Para lo primero hay amplio acuerdo en reforzar la disciplina fiscal hasta el punto de la intervención de facto de la gestión presupuestaria de los países persistentes en el déficit. Pero hay noticias preocupantes, por innecesarias y potencialmente perjudiciales, sobre niveles de integración y armonización tributaria que van más allá de lo que requieren las circunstancias. Cada país debe ser capaz de definir su propio modelo de ajuste; lo único relevante para el conjunto es minimizar las externalidades negativas, y para eso basta con tres parámetros: déficit, gasto nominal y crecimiento de la deuda. Para lo segundo, evitar la repetición, no hay grandes novedades más allá del llamado Pacto Euro Plus, que es a todas luces insuficiente, porque se siguen rehuyendo las garantías solidarias, tanto para la recapitalización bancaria como para las deudas soberanas. Hay demasiado calvinismo en la insistencia en pagar los excesos anteriores; insistencia que puede acabar arrojando a algún gran país a los infiernos de la reestructuración, por mucho que ahora se insista en que el caso griego es excepcional. La contrapartida lógica, políticamente necesaria en una Unión no meramente mercantil, de un severo plan de ajuste fiscal y estructural no puede ser otra que la existencia de un fondo de estabilización permanente y solidario con capacidad suficiente para ahuyentar el espectro del impago.

Este mismo fondo es también necesario para devolver la tranquilidad a los mercados financieros. Y es aquí donde no parece haber novedades significativas más allá del compromiso de contribuir con 200.000 millones de euros al FMI y adelantar a julio del 2012 la puesta en marcha del mecanismo europeo permanente. Todas las posibilidades de ampliar su arsenal para llegar al billón de euros han sido descartadas ante el riesgo de poner en peligro la triple A en los países centrales o entrar en conflicto frontal con los estatutos del BCE.

Puede parecer razonable, pero en algún momento próximo Francia y Alemania tendrán que enfrentarse a lo inevitable: o consiguen bajar el diferencial italiano y español, lo que sólo sucederá con algún mecanismo imaginativo de seguro de pago europeo que financie la transición a un régimen fiscal de austeridad y credibilidad, o tendrán que elegir entre acudir al contribuyente europeo solidariamente o dejarlos caer. Por lo que vamos sabiendo de la cumbre, esa duda no va a despejarse este fin de semana. Con lo que tenían razón los euroescépticos que pensaban que no hay milagros, sino un duro caminar por el fango de la crisis hasta vislumbrar una salida al sol.

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