Europa da la razón a los que dudan de la solvencia de los periféricos castigando su deuda en los balances bancarios.
La gestión de la crisis soberana europea dejaba mucho que desear, pero lo de la crisis bancaria es de juzgado de guardia, o, al menos, de manual de cómo alimentar una crisis. Dicen los textos clásicos -y hay mucho escrito, hasta en español, pues la gran crisis soberana de la historia tuvo lugar en América Latina en los 80-, que es importante ganarse la confianza del mercado, para lo cual es crucial reconocer y cuantificar a tiempo el problema; adelantarse a sus exigencias ofreciendo más ajustes de los estrictamente imprescindibles; y actuar con decisión en el cumplimiento de los compromisos.
En el caso europeo, estas tres reglas se están incumpliendo sistemáticamente. Esperemos por el bien de todos, y no sólo de los europeos, que alguien haya hecho fotocopias de los manuales estándar y los haya distribuido generosamente entre los asistentes a la cumbre de este fin de semana.
Porque, en el primer caso, tras cuatro años de crisis, todavía se discute si hablamos de unas necesidades de capital de más ?200.000 millones, según el FMI y la propia Comisión, o de sólo unos ?60.000 millones, según la Autoridad Bancaria Europea. No es que usen datos distintos sobre la calidad de los balances bancarios o sobre las expectativas de beneficios del sector; es que los leen de manera muy diferente. Lo que nos lleva al segundo problema: aún no se han enterado de que hay que ponerse por delante de la curva, que en una crisis de confianza es fundamental usar el bazuca, como dicen los anglosajones, y tener preparado un arsenal inmenso de medidas y de dinero contante y sonante. Precisamente para no tener que utilizarlo.
Aquí, en la vieja y distinguida Europa, seguimos la tesis exactamente contraria: ponemos lo justo para ganar una semana a ver si nos ayuda la providencia y no tenemos que gastar más. Llegado el plazo, volvemos a empezar, de victoria en victoria hasta la derrota final. Pero el colmo del desconocimiento viene a cuento del cumplimiento de objetivos, acordamos cosas que sabemos imposibles y luego hacemos hueco político para acomodarnos a la realidad.
En eso el Gobierno español ha creado escuela. Que el mercado quiere reforma laboral, pues ahí van cuatro seguidas para que se distraiga con la tinta mientras nos comemos el bocata de calamares.
La última jugada maestra, deben pensar algunas mentes preclaras en el eje franco-alemán, han sido los requisitos de capital y la penalización de la deuda soberana de Italia y España. Que el mercado no se cree los test de estrés, pues se los repito poniendo el aprobado más alto, en nueve en vez de siete. Pero no cambio las preguntas, ni la plantilla correctora, la vara de medir. Que el mercado tiene dudas sobre la solvencia de los países periféricos, pues le doy la razón y castigo su deuda en los balances, para luego añadir que pagarán siempre y en toda circunstancia y que estoy pensando en hacerles un seguro, en pagar yo el CDS que, de paso, prohíbo. Por cierto, esta idea de la represión financiera se está generalizando hasta límites ridículos. Primero las posiciones cortas en valores bancarios, luego los CDS sobre deuda pública europea si no se pasa antes por caja y se compra un poquito, y ahora se habla de prohibir a las agencias de rating que publiquen sus valoraciones de los países europeos, no vaya ser que no nos gusten. Libertad de expresión, la justa... que con las cosas de comer no se juega.
Las carcajadas de los inversores y el cabreo de los países emergentes sometidos a la disciplina de mercado y hartos de escuchar nuestros sermones sobre la ortodoxia deben de oírse como truenos en la Grande Place. Pero lo cierto es que se está haciendo un daño irreparable a la credibilidad internacional de Europa y a la institucionalidad internacional. La acusación de doble moral siempre ha pesado en los circuitos internacionales, pero si uno compara lo que el Viejo Continente le pedía a América Latina en los 80 y lo que se pide ahora a sí mismo, el cinismo es mayúsculo. Baste recordar que esos países tuvieron de media que pasar de un déficit público primario de cuatro puntos del PIB a un superávit de más de tres. En Europa hoy aún hacen fortuna los campeones de la expansión fiscal con el pedestre argumento, que pensaba superado, de que los ajustes son recesivos; que es como quejarse cuando vienen los bomberos porque me han mojado la camisa que pensaba ponerme mañana.
Europa sigue ajena a lo que está en juego. Aunque lo proclaman sistemáticamente sus líderes, no sé bien si como conjuro o en un ejercicio de doble personalidad clínicamente impresionante. Lanza recapitalizaciones bancarias sin dinero, envía a los países periféricos a los infiernos de la deuda susceptible de impago sin pensárselo dos veces. Esperemos que no hayan convocado una cumbre de emergencia para decirnos que necesitan más tiempo para ponerse de acuerdo. Porque no me parece que los inversores estén por la labor. El árbitro ha pitado penalti. O lo paramos o rezamos para que lo tire un inútil, aunque me temo que de estos quedan ya muy pocos en el mercado.