Opinión

Bill Emmott: ¿Impago o unión? Da igual, pero ya

La zona euro no puede seguir tambaleándose de una crisis a otra. El mundo necesita una solución ya, o nos vamos todos a pique.

Al menos, ya somos conscientes. "Tienen seis semanas para resolver esta crisis", dijo George Osborne en Washington durante la cumbre de ministros de Economía que se celebró coincidiendo con la reunión anual del Fondo Monetario Internacional. La "crisis" a la que se refería, claro está, es la del euro y "ellos" son los Gobiernos de la eurozona, que sin duda han apreciado que su firme pero ecuánime homólogo británico les marque un plazo tan estricto. El interés de Osborne, su atención, y desde su luego su preocupación, son justas.

Es extraño emplear las palabras "crisis" y "seis semanas" en una misma frase porque si nos tomamos en serio la primera, a la segunda parece faltarle urgencia. En el partido de Osborne, algunos habrían preferido infestar con plagas todas las casas del euro. Sin embargo, tiene razón en que a Gran Bretaña le interesa que el euro sobreviva y se estabilice.

Lo que está claro es que en una economía mundial reconocidamente zozobrante, el euro en concreto y el sistema bancario europeo en general presentan, con mucho, el mayor peligro. Las últimas previsiones del FMI para 2012 son bastante saludables: un crecimiento global del PIB del 4% depararía, si se hace realidad, uno de los años más sólidos que ha vivido el mundo en las últimas décadas, aunque sea un 5% más lento que el del año pasado. Pero ese ritmo se compone de una expansión sólida, del 6,1%, en Asia, África, Latinoamérica y otras economías emergentes, y un crecimiento anémico del 1,1% en la zona euro, 1,6 en Gran Bretaña y 1,8 en Estados Unidos.

Hasta eso sería el panglossiano mejor de los mundos si los problemas de la deuda soberana en Europa provocaran un nuevo colapso bancario. El lento crecimiento de EEUU o incluso una nueva recesión en el país resultarían dolorosos pero no un desastre, lo que no puede aplicarse al hundimiento de un gran banco alemán, francés o, desde luego, británico. Y la dinámica de los mercados financieros, en especial los que ofrecen financiación a los bancos, implica que un plazo de seis semanas para la negociación política puede quedarse anticuado al instante.

La lección del euro

El problema del euro es fácil de explicar pero difícil de solucionar. Resulta que cuando se creó la moneda única, en los 90, los Gobiernos pensaron que sus votantes aceptarían una unión monetaria basada en un conjunto común de reglas (porque así es como la UE ha funcionado desde 1957), pero sin la responsabilidad colectiva de la deuda pública, ni una unión fiscal o un Ministerio de Economía global para la Unión.

El problema es que las normas sobre los niveles de deuda pública y déficit presupuestario no se hicieron cumplir. Y ahora se ha infringido otra regla, la de que ningún Estado miembro puede ser rescatado por los demás o por el BCE. Justo cuando los inversores se preguntan con razón si los grandes deudores -Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia- pueden permitirse pagar sus deudas sin un rescate o el impago, ha colocado a la moneda y a todos los bancos que han prestado a sus Gobiernos en la peor posición posible.

La elección es clara: o se imponen reglas ejecutables (y ejecutadas) o se recurre a la responsabilidad colectiva. El término medio, donde está ahora el euro, de unas normas dudosas y responsabilidad semicolectiva y esperar a lo que Dios quiera no es sostenible.

Los euroescépticos suelen decir que ninguna de esas opciones funciona, que los países necesitan poder devaluarse para salir de sus agujeros, pero no es verdad. Irlanda acaba de arrojar unas cifras reconfortantes que demuestran que su economía ha crecido en los últimos seis meses porque los recortes salariales y de otros costes han permitido revivir las exportaciones. Letonia también, un país externo a la eurozona pero que ha vinculado su moneda estrictamente al euro, podría presentar un crecimiento del 4-5% este año, tras el hundimiento espantoso del 18% en 2009. Ambos pueden testificar que los ajustes sin devaluación son dolorosos.

De hecho, para eso exactamente se creó el euro: la liberalización forzada de economías atascadas, sobreprotegidas y muy nacionalizadas, sobre todo al sur de Europa. Si se consiguiera, significaría un avance tanto para el argumento británico (de economías más liberales) como para el interés nacional, al profundizar el mercado único y, por ende, la zona de libre comercio que Gran Bretaña ha reconocido querer en todo momento desde que se unió a la CEE.

Ante una solución sostenible

Más del 40% de las exportaciones británicas van a los países de la eurozona, por lo que un mercado integrado más sólido nos beneficiaría. La City de Londres es, de hecho, el centro financiero de Europa, razón por la cual los bancos londinenses están muy expuestos a inversiones denominadas en euros, especialmente bonos del Estado. El hundimiento del euro significaría, pues, el derrumbe de la City.

Por eso George Osborne tiene razón al pedir y desear una solución para la crisis del euro. Gran Bretaña puede mostrarse indiferente en cuanto a la dirección que deba tomar la moneda (normativa o responsabilidad colectiva) porque no se va a ver implicada.

Lo que sí nos debe importar es que la solución sea sostenible. Los mercados financieros determinarán la velocidad con la que deberá adoptarse la elección, pero se decidirá principalmente en Alemania, resultado de la interacción entre una canciller asediada e indecisa, Angela Merkel, la constitución nacional y los votantes.

El instinto político tenderá a la colectivización del problema de la deuda, ofreciéndolo al precio de mayores atribuciones sobre el gasto, impuestos y préstamos de los países. También podría ser la opción más sostenible, ya que unos eurobonos comunes y un Ministerio de Economía común ofrecerían mayor claridad a los mercados. Pero la constitución alemana y los votantes se decantan hacia el otro lado y ninguno de ellos favorece asumir una responsabilidad ilimitada por las deudas de otros países.

En ese caso, la solución tendrá que ser el muy debatido impago de Grecia y, por lógica, su exclusión del euro por incumplimiento de contrato. Después Irlanda, Portugal, España e Italia, por nombrar sólo cuatro, tendrán que demostrar que no son insolventes, no necesitan impagar y pueden acatar las reglas de la divisa mediante una combinación creíble de liberalización y austeridad fiscal. Ninguna de las opciones será fácil ni agradable, pero más vale que la decisión se tome pronto, preferiblemente antes de seis semanas.

Bill Emmott. Ex director de The Economist. © The Times.

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