El discurso oficial -o sea, el del neoliberalismo en sus diversos matices, grados y variedad de siglas políticas- hace depender la creación de empleo de una serie de premisas y condiciones sine qua non: un clima de confianza para las inversiones, el mantenimiento de un crecimiento económico sostenido, una fiscalidad que incentive a los emprendedores (eufemismo actual de empresario) y una serie de decisiones políticas que eleven todo ello a la categoría de ejes intangibles, incuestionables, axiomáticos, y propios de una verdad casi revelada.
El problema radica en que el modelo se inserta en el marco de una crisis, del exceso de capacidad productiva, de la intensificación de la concurrencia nacional e internacional a los mercados, de la desregulación de los circuitos económicos, de la disminución de la demanda y el consumo de masas, de los grupos de intereses corporativos, del cierre de los grifos de la financiación junto con los obstáculos que de hecho hacen al llamado libre comercio holdings, cárteles, zonas económicas y Estados nacionales.
La realidad que estamos viviendo nos ilustra con creces acerca de la inexistente veracidad de los dogmas del mercado, la competitividad y el crecimiento sostenido, a la luz de su incompatibilidad con uno de los fines a los que aseguran están dirigidos: la creación de riqueza y su consiguiente creación de empleo .
Por otra parte, los Derechos Humanos y los ordenamientos constitucionales surgidos en la primera mitad del siglo XX y hasta hoy han recogido la concepción del trabajo como derecho individual e inalienable, tal y como lo planteara Víctor Considerant (1808- 1893). En consecuencia, el derecho al trabajo si no es una simple cuestión declarativa implica un sujeto al que exigir ese derecho y un deber inherente a ejercerlo, o a facilitar y no impedir que otros puedan hacerlo.
¿Quién es ante el Derecho el sujeto al que se debe exigir que el derecho al trabajo, mediante la creación de empleo pertinente: la empresa privada o los poderes públicos?