El presidente de EEUU, Barack Obama, presentó ayer su plan para reducir el déficit público en los próximos 10 años, con el que prevé ahorrar unos 4,4 billones de dólares y al que los republicanos ya han mostrado su rechazo.
Todo apunta a que sólo sobrevivirá parte del paquete de medidas, pues la Cámara pondrá las cosas difíciles a un Obama deseoso de volver a ilusionar al electorado medio. Mañana, la Fed decidirá sobre un eventual estímulo monetario adicional, algo que tendría su lógica ante el endurecimiento de la política fiscal.
Si bien es positivo que Washington adopte medidas para reducir el déficit, el plan hace el mismo hincapié en el recorte de gastos que en la subida de impuestos, cuando debería incidir más en el primer término en vez de venderse políticamente la regla Buffett, de mayor exacción a las rentas altas, como justicia distributiva. Cierto es que EEUU tiene margen para este alza fiscal, pues parte de niveles más bajos que los europeos y, por tanto, los efectos perversos en el crecimiento serán menores.
Y no cabe duda de que el debate que abrió la elevación del techo de endeudamiento ante la amenaza de las calificadoras ha provocado un vuelco en la política presupuestaria estadounidense. No en vano, Europa es el gran ejemplo de cómo la desviación reiterada de las cuentas deriva en una crisis de deuda soberana y financiera.
Algo que no se puede permitir la primera potencia mundial, cuando su principal miedo es la recaída. Pero el plan se queda corto, incide en los gastos menos de lo deseable y se ha presentado tarde, sólo tras constatar la evidencia de que no puede vivir sine die por encima de sus posibilidades.