A lo largo de dos años prolongados de convivencia forzosa he llegado a sentir algo por Elena Salgado. Un sentimiento no delimitado de piedad y simpatía que comprendo resulta lesivo para mi imagen de periodista poco proclive al compadreo político (cuarenta y pico años me contemplan), pero, qué se le va a hacer, le ha tocado lo peor que ella y yo hemos vivido en materia de crisis económicas. Y eso une.
Por la misma razón, me repugna que el ministro portavoz -dos grados administrativos menos que Salgado - haya dejado in puribus a la que es vicepresidenta y mucho más docta, cuando ha lanzado sus bravatas contra las comunidades autónomas y, de paso, ha desmontado un razonamiento jurídico completo de Elena Salgado mediante un escueto exabrupto.
Lo de Blanco no es nuevo. Es el artífice del apriorismo categórico y del retorcimiento argumental. Cuando Salgado explicó la razón de convocar una rueda de prensa sobre las resoluciones de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos, algo nada usual, aportó como uno de los argumentos salir al paso del confusionismo creado por el candidato socialista y por el portavoz del Gobierno.
Con su consabida paciencia, Salgado explicó todo sobre el Impuesto sobre el Patrimonio y repitió la jugada en corrillos del Congreso con papel y bolígrafo. Luego se fue a Polonia, donde la he visto por televisión conversar con soltura y sin intermediarios con Timothy Geithner y otras personalidades.
Mantengo diferencias seguramente insalvables con Elena Salgado , a veces las ideologías se interponen como muros de hielo entre las personas, pero no me parece de recibo que se le desautorice cuando ella está lejos y sin capacidad de respuesta.
Era previsible el caos creciente de este Gobierno en un interinato de cinco meses, pero, al menos yo, no podía imaginar ese furor cainita con los que tienen la honradez de decir hasta aquí hemos llegado.
Hernando F. Calleja. Periodista de elEconomista.