La troika formada por el BCE, el FMI y la Comisión Europea supervisa a Grecia in situ en orden a liberar el siguiente tramo del rescate; Geithner se reúne con el Eurogrupo ante la preocupación creciente de Obama; los emergentes toman partido; y Merkel, Sarkozy teleconferencian con Papandreu para resolver el caos heleno.
Es el más reciente capítulo del culebrón de la deuda periférica, del cual Grecia es símbolo absoluto. No sólo por ser el primer rescatado y el país que ha evidenciado las disfunciones de la maquinaria institucional europea. También porque ha arrancado una suerte de acción coordinada multilateral para propiciarle un sostén que evite otro Lehman.
Las primeras potencias intentan parar la temible reacción en cadena que derivaría de la caída efectiva de una Atenas quebrada, como hace tiempo descuentan los mercados con su castigo. El desplome heleno tendría un inmensurable coste político para la UE. Sin estar conjurado el contagio, arrastraría a bancos y Estados, entre los que España e Italia tendrían papel protagonista.
Y, con todo, tendría un impacto de alcance desconocido en términos de crecimiento económico justo cuando la economía mundial teme por una recaída. Es un precio demasiado alto y las acciones multilaterales de las distintas potencias se confabulan para no pagarlo, máxime cuando resulta inviable un abandono del euro.
Así, lo que hace falta es que Atenas cumpla, pues se ha llegado a este punto por sus indisciplinas previas. Todos los avances de los directores de la economía mundial pueden malograrse y quedarse en mero paripé estéril si el derrumbe heleno fuera ya inevitable, un escenario posible.