Yo renuncié personalmente a la coherencia cuando me di cuenta de que lo que aparenta ser una virtud no es más que un dogal al cuello con una pesada piedra refractaria a cualquier cambio. Así que no me atrevo a llamar incoherente a nadie.
Dicho esto, ni siquiera me sorprende que, en menos de horas veinticuatro, Rodríguez Zapatero asegurara que el impuesto a los ricos "no está previsto"; que el Ministerio de Economía y Hacienda puntualizara que "aunque no esté previsto, no significa que no se vaya a hacer"; que el candidato a bandido generoso dijera a sus oyentes que con el dinero que saque del impuesto a los ricos beneficiará la contratación de jóvenes licenciados y que, finalmente, el ministro de agitación y propaganda asegurara que todavía hay tiempo para modificar el Impuesto sobre el Patrimonio. Pandemónium.
He dicho que la coherencia es una falsa virtud y su hermanastra, la no contradicción, es uno de los caminos de la lógica -aunque a mis alumnos les digo que ambas son necesarias en un texto de opinión periodística, pero no siempre lo que se dice en la clase tiene que ser seguido a pies juntillas-.
Por tanto, no voy a reprochar a nadie que esas voces del cuarteto disuenen tanto como una polifónica dirigida por un pulpo que, como se sabe, tiene n brazos, siendo n la suma de cuatro y cuatro.
Si para mí la coherencia, la no contradicción y la cohesión son sólo ataduras para un discurso vital, así como muy quinceeme, ¿cómo podría yo dirigirme a tan conspicuos socialistas para pedirles un poco de cada una de ellas en sus apariciones públicas?
Los políticos, antes que todo, son personas, o casi. No se puede pedir peras a Luis del Olmo y que sean coherentes, que no se contradigan y que mantengan una cierta cohesión en sus argumentos. ¿En qué artículo de la Constitución aparecen estas exigencias? ¿Qué Ley Orgánica las impone? ¿Qué Reglamento las regula? Pues eso.
Hernando F. Calleja. Periodista de elEconomista.