
El cambio constitucional no facilita la reforma de las Administraciones Públicas para reducir el tamaño del Estado y hacerlo más sostenible.
Hace tiempo que vengo sosteniendo que la situación económica internacional no es de crisis, sino que estamos ante un nuevo escenario. Un escenario caracterizado por dos hechos diferenciales: por un lado, el crecimiento, y consiguientemente el nivel de empleo en los países desarrollados, será muy bajo durante mucho tiempo; por otro, empresas, Gobiernos y particulares han de acostumbrarse a trabajar con menores niveles de endeudamiento. La resistencia a entender este nuevo escenario ha llevado a intentar combatir una situación estructural -el desplazamiento de la actividad económica, innovadora y tecnológica hacia otras áreas del mundo- con medidas coyunturales de gestión de la demanda efectiva -más déficit y tipos de interés excepcionalmente bajos- y a intentar poner remedio al exceso de deuda resultante con nuevos préstamos, esta vez del sector público al privado.
Ambas estrategias han fracasado estrepitosamente y lo hemos visto con toda virulencia este verano, en el que básicamente han pasado tres cosas. Primero, se han acumulado las evidencias de desaceleración económica en EEUU y en toda Europa, hasta el punto de que todos los observadores han revisado a la baja sus previsiones y vuelve a hablarse de una segunda recesión. Hay infinidad de datos macroeconómicos que avalan esta desaceleración, pero el que más me ha llamado la atención es probablemente una simpleza. Que Carrefour haya registrado pérdidas globales de 250 millones refleja el estado catatónico del consumidor final. Una desaceleración que ha llegado también al mundo emergente, y no en todos los casos como consecuencia necesaria del endurecimiento de las condiciones monetarias para evitar síntomas inflacionistas preocupantes.
Segundo, la desaceleración ha afectado con fuerza al sector bancario, que confiaba en una rápida recuperación económica para solventar sus problemas de liquidez y solvencia. Impacto que ha sido más dramático en Europa porque se une al efecto de la crisis soberana, a la mayor laxitud regulatoria con la que las autoridades nacionales han tratado a sus bancos y a la falta de voluntad de la Europa continental de proceder a una estrategia de consolidación y recapitalización forzosa como la seguida en EEUU o Gran Bretaña. Éste es el motivo de la confrontación dialéctica entre la Comisión y el FMI, y del desapego de los inversores respecto a los valores financieros. Todo ello aderezado por errores políticos de libro como castigar más a los bancos con filtraciones interesadas de más impuestos y más requisitos de capital.
Tercero, las dificultades materiales para hacer efectivas las promesas de mayor integración fiscal y financiera en Europa, unidas al convencimiento de los inversores de que hay problemas concretos (i.e. Portugal y Grecia) que no tienen más solución que una quita significativa de la deuda, han estado a punto de llevarse por delante el proyecto de Unión Monetaria y han obligado a reacciones excepcionales, como la compra masiva de deuda por parte del BCE, que sólo pueden considerarse transitorias sin un cambio en la naturaleza de la propia Unión. Hasta los defensores de medidas aparentemente sencillas de ingeniería financiera, como los eurobonos, empiezan ya a pensar que no son suficientes ni posiblemente convenientes. El juego no da más de sí y el invento ha de refundarse si se quiere mantener. Ésa es la convicción profunda de todos los operadores en el mercado de deuda.
En este nuevo escenario internacional, aparece en el debate de la política económica española, como por arte de magia, una propuesta de reforma constitucional para sacralizar el déficit cero que merece algunos comentarios. Es una propuesta marginal en un doble sentido: ni afecta a la situación económica de fondo, ni supone un cambio en el modelo económico constitucional. No afecta a la situación de fondo porque ni facilita, ni evita la necesaria reforma de la arquitectura de las Administraciones Públicas para achicar el Estado y hacerlo sostenible y competitivo. Era en este sentido perfectamente prescindible, pero con la habilidad del presidente Zapatero para meterse en todos los charcos, una vez anunciada es absolutamente imprescindible para no castigar aún más la mermada credibilidad de España. Y es también marginal porque, a pesar de la algarabía que se ha organizado en la izquierda española y entre los nacionalistas, no supone cambio fundamental alguno en el modelo económico y remite cualquier concreción a una ley orgánica posterior que ya se encargarán estos mismos indignados de descafeinar hasta la irrelevancia. Ya hoy el Gobierno central tiene que aprobar la emisión de deuda de las Comunidades, y el Constitucional ha avalado que sea éste el que fije los límites de déficit de las CCAA porque la autonomía no puede primar sobre la dirección de la política económica y la defensa de los intereses generales. Pero la enmienda constitucional sí ha servido para desvelar por qué el diferencial español está cerca de los 300 puntos básicos y crecería aún más si no fuera por el BCE. Porque una parte importante de la opinión pública española, y me temo que una mayoría del partido socialista y sin duda de este Gobierno, aún piensa que la razón de ser del progresismo y de la izquierda es el déficit público, que no hay progreso sin deuda y despilfarro, y que pagar las cuentas es una actitud incompatible con la democracia.