a reforma de la Constitución para limitar el déficit público no es un sacrificio realizado en nombre de los insaciables mercados financieros internacionales. Se trata, simplemente, de un acto de sentido común.
Ninguna persona, familia o empresa puede pasar demasiado tiempo gastando más de lo que ingresa. ¿Por qué iba a ser diferente en el caso de un ayuntamiento, una autonomía o el propio Gobierno central?
El acuerdo entre PSOE y PP, que ayer comenzó su andadura parlamentaria, ha provocado airadas reacciones en contra. Por ejemplo, la de los nacionalistas, que con CiU a la cabeza han mostrado su enojo por haber sido excluidos de un proceso de negociación en el que consideran que deberían haber participado. Durán i Lleida no lo dijo, pero se le entendió: es la primera vez en los últimos 40 años que se produce un gran pacto de Estado del que su partido no logra sacar beneficio propio gracias a su apoyo responsable. ¿Cuánto le hubiera costado a Zapatero -y sí, estoy hablando de dinero- el voto favorable de los diputados de CiU? Socialistas y populares deberían tomar nota para el futuro.
Los sindicatos, por su parte, han salido en tromba a criticar una reforma que, en su opinión, supone un torpedo en la línea de flotación del Estado de Bienestar. Se refieren, obviamente, a su propio bienestar.
Está claro que la limitación del déficit obligará a las Administraciones Públicas a reducir el gasto; lo que ya no es tan seguro es que el recorte se deba aplicar en servicios fundamentales para los ciudadanos, como son la Sanidad, la Educación o la Justicia. A lo mejor hay que meter la tijera en las cuantiosas subvenciones que reciben una serie de organizaciones acostumbradas desde hace décadas a vivir mejor que bien gracias al dinero público. Y no quiero señalar, porque está feo.
Lo más sorprendente, no obstante, es el empeño que los indignados del 15-M están poniendo para que la reforma constitucional se vote en referéndum. ¿Pero no eran ellos los que decían que las urnas eran una farsa?
Fernando Cortés. Jefe de Redacción