Cuando Solbes y Zapatero presentaron los Presupuestos para 2009, ambos sabían que eran irreales. Las ficticias perspectivas económicas sustentaban unas absurdas previsiones de ingresos públicos que nunca se materializarían, como lo denunciaron todos los partidos de la oposición y la mayoría de los economistas.
Por aquel entonces, el Gobierno aún negaba la gravedad de la crisis y hasta su misma existencia. Ya en plena debacle económica, el presidente del Ejecutivo incluso evitaba utilizar la palabra tabú para referirse a lo que él denominaba como un "crecimiento débil en un marco económico complicado".
Por su parte, las CCAA aceptaron encantadas participar en esa suicida pantomima, siendo conscientes de la falsedad de las previsiones, y elevaron sus gastos incluso por encima del ficticio nivel de recursos que proporcionaban los pagos a cuenta que fluían del inagotable maná estatal, sabiendo que ello generaría en un par de años una abultada liquidación en su contra, en la seguridad de que en su momento podrían exigir al Estado más recursos que compensaran ese roto, algo que siempre habían logrado.
De aquellos polvos vienen estos lodos, y aquel desfase se ha materializado en una deuda de 18.739 millones que, junto con el desliz de 2008 (5.514 millones), deja un pufo de 24.251 millones que las CCAA tendrán que devolver al Estado entre 2011 y 2016.
Ausencia de reformas
Durante estos años de profunda crisis, las autonomías se han comportado como si la cosa no fuera con ellas. Las continuas mejoras en el sistema de financiación nunca se han visto correspondidas con un responsable comportamiento por parte de las administraciones autonómicas a través de medidas de incremento en la eficiencia de la gestión de los servicios públicos, de supresión de gastos superfluos o de eliminación de duplicidades que permitieran mantener sus finanzas públicas en un estado saludable.
Más bien al contrario, una irresponsable gestión y la vorágine keynesiana arrasaron las arcas de las administraciones, traduciéndose en un impresionante déficit público y en una deuda autonómica que ya en el primer trimestre de este año superaba -incluyendo a las empresas públicas- los 152.000 millones.
Ahora que esta huida hacia adelante toca a su fin, las CCAA exigen nuevas mejoras y aplazamientos, como si no se les hubieran concedido ya demasiadas durante todo este tiempo en el que la responsabilidad de encauzar las cuentas públicas parecía corresponder únicamente al Gobierno central. Por su parte, el Ejecutivo central plantea una regla del gasto basada en la tasa de crecimiento de 9 años, lo que permite incrementos del gasto precisamente en un momento en el que los recortes resultan obligados.
Y mientras, el PP se presenta hipócritamente como el adalid defensor del modelo autonómico en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, sus representantes en Cataluña flirtean con CIU para avanzar en la consecución de un pacto fiscal similar al concierto vasco o el convenio navarro, lo que directamente dinamitaría el actual sistema autonómico.
Tras conseguir imponer al Estado y al resto de autonomías un nuevo sistema de financiación -vía Estatut- en el que esa Comunidad ha salido claramente beneficiada (recibe más recursos por habitante que la media, justo en la misma proporción que su peso en el PIB, el 18,7 por ciento, que es curiosamente el mismo criterio que también impuso para las inversiones estatales en su territorio), ahora este partido nacionalista se plantea dar un paso más en detrimento de un modelo que preserve la equidad y la igualdad entre españoles.
Suma y sigue, esta vez con los populares como aliados en lugar de los socialistas. Un agravio comparativo que irracionalmente el resto de españoles ya hemos consentido sin necesidad al País Vasco y a Navarra -es preciso recordar que la Constitución no define un sistema foral que otorgue más recursos por habitante a esas comunidades- y al que el actual Gobierno catalán pretende sumarse.
Fallido esquema de comunidades
Así pues, los hechos nos demuestran que ninguno de los dos grandes partidos tiene la mínima intención -más bien al contrario- de reformar el agonizante modelo autonómico para garantizar su viabilidad económica, dotarlo de estabilidad política y garantizar la igualdad de los españoles en todo el territorio nacional, lo que afectaría no solamente a la financiación, sino también al fallido esquema de reparto competencial entre el Estado y las CCAA.
Dada la profundidad de la crisis que vivimos, y contrastada la falta de ambición de Estado y de altura de miras de los dos grandes partidos nacionales, parece más que probable que seguimos abocados a que el deterioro nacional, político y económico continúe tras las próximas elecciones generales, para regocijo y eventual botín de partidos nacionalistas y demás enemigos del Estado.
Un Estado débil, unos dirigentes mediocres y un pueblo indolente conforman un cóctel explosivo para una nación que navega sin rumbo enfrentada a su destino.
Manuel Sarachaga. Economista.