El Gobierno que surja de las urnas el próximo 20-N heredará un triste legado económico compuesto de un exiguo crecimiento, una desorbitada tasa de paro cercana al 21 por ciento y, lo peor, un erial en materia de reformas.
La ausencia de medidas contundentes, salvo los recortes que Zapatero abordó cuando arreciaba la ira del mercado, y la falta de efectos de las timoratas y sindicalmente complacientes recetas laborales abordadas por el Ejecutivo socialista han desactivado cualquier atisbo de confianza. Algo que se ha materializado en el recelo del mercado hacia la economía española y en su creciente coste de financiación.
Además, España está involucrada en otro de los focos que más encienden los indicadores de riesgo: un eventual contagio de la crisis periférica. Al menos, algo de calma podría venir del otro polo, pues se perfila un principio de acuerdo en EEUU sobre el techo de deuda.
Así pues, la asunción de la gestión económica por parte del sucesor de Zapatero tendrá serias dificultades añadidas. No sólo las que conlleva capear la anemia económica, sino también las que implica no contar con los mimbres para reaccionar ante ella y tener que empezar casi de cero con las reformas que necesita España, exigidas sin éxito a Zapatero reiteradamente por expertos, organismos y autoridades supranacionales como la UE y el FMI.
De este modo, el Gobierno socialista deja a su sucesor la papeleta de acometer los ajustes y medidas impopulares, seguramente más duros que los que él evito abordar. Pareciera que Zapatero quería estirar su mandato para afear lo más posible la gestión de su sucesor. Veneno.