Opinión

Nicolás Redondo: Después del verano, veremos...

Bien puede V. M. decir en el silencio de su retiro, en el seno de su hermosa patria, en el hogar de su familia, que si algún humano fuese capaz de atajar el curso incontrastable de los acontecimientos, V. M. con su educación constitucional, con su respeto al derecho constituido, los hubiera completa y absolutamente atajado, las Cortes penetradas de tal verdad hubieran hecho, a estar en sus manos, los mayores sacrificios para conseguir que V. M. desistiera de su resolución y retirase su renuncia.

Pero el conocimiento que tienen del inquebrantable carácter de V. M., la justicia que hace a la madurez de sus ideas y de la perseverancia de sus propósitos, impiden a las Cortes rogar a V. M. que vuelva sobre su acuerdo y les deciden a notificarle que han asumido en sí el poder supremo y la soberanía de la nación". Con estas diplomáticas palabras despide Castelar en nombre de las Cortes a Don Amadeo de Saboya e inaugura el periodo de la primera experiencia republicana de nuestro país en 1873.

La Primera República -influida por Castelar, Salmerón y Pi i Margall- opta por el federalismo que, inmediatamente, contagiado por el casticismo localista de los españoles, degenera en un anárquico cantonalismo.

El final de la experiencia republicana, con algunos de los grandes personajes políticos abandonados en una soledad nostálgica y triste, tuvo mucho que ver con el desorden y el caos provocado por la borrachera localista que nos ha prestado algunas de las páginas más características de nuestra historia y que, además de dibujar, en gran medida, nuestra poca convencional historia, nos hacía emparentar el cantonalismo de finales del siglo XIX con los reinos de Taifas.

Una España autonómica

En la segunda experiencia republicana, las tensiones nacionalistas -en Cataluña y, en menor medida, en el País Vasco- ocupan un lugar secundario ante el empuje del conflicto ideológico social y económico, aun siendo, como digo, sobre todo la catalana, causa de grandes temores en el resto de España y de reacciones contrarias en personajes tan poco dudosos como Azaña y Machado. Estas experiencias fracasadas, dos en 60 años, se tuvieron en cuenta durante la Transición para el diseño de la España autonómica, recogido por la Constitución aprobada en el año 1978.

Se enfrentaba la Carta Magna de finales del siglo XX a la necesidad de integrar los diferentes territorios de la nación, muy especialmente el País Vasco, Cataluña y Galicia -tres comunidades autónomas con lengua propia-, sin caer en las dinámicas traumáticas y guerracivilistas de la Primera y Segunda República.

No cabe duda de que el proceso autonómico español durante estos 30 años ha sido un factor determinante para conseguir una mayor igualdad entre los ciudadanos españoles, importando menos que nunca el lugar de nacimiento para conseguir un acceso digno a prestaciones tan importantes como la sanidad o la educación en cada territorio.

Es una historia, en términos generales, de éxito, no exenta de grandes y graves riesgos provenientes fundamentalmente de Cataluña y del País Vasco, pero de éxito al fin y al cabo, aunque éste se debiera también a una falta de debate sobre el modelo en sí o sobre las diferentes dinámicas que el esfuerzo autonómico ha provocado, siendo también un factor coadyuvante el periodo de prosperidad económica sin precedentes en la historia de nuestro país.

El Estatuto catalán colmó el vaso

En este ambiente, los resortes de contención, los límites, los controles han brillado por su ausencia, fortaleciendo el hecho autonómico a expensas del desdibujado papel institucional de los ayuntamientos y de la mismísima Administración Central, que ha ido perdiendo poco a poco -sobre todo, durante las legislaturas en las que el partido del Gobierno, fuera el PP o el PSOE, no ha tenido mayorías suficientes para gobernar sin necesidad de acuerdos con la oposición- capacidades ejecutivas y de coordinación, imprescindibles para definir los objetivos, los fines de una nación.

La mayor tensión, la más notable gravedad de la España autonómica, surgió durante la última legislatura, al aprobarse el Estatuto de Cataluña sin el acuerdo de los dos grandes partidos nacionales, que se extendió a los nuevos estatutos de las diferentes autonomías y, justamente, fue al socaire de aquella pugna cuando se inició un debate, más o menos ordenado, sobre el futuro de nuestro sistema autonómico.

La discusión se ha incrementado de forma considerable estos últimos tres años debido, de manera clara, a la crisis económica y a las tensiones financieras consiguientes. Las comunidades autónomas no sólo han mantenido sus competencias, sino que las han aumentado en ámbitos de gran importancia social, provocando grandes irresponsabilidades financieras, como las referentes a la sanidad y, sin embargo, los ingresos han disminuido drásticamente durante estos últimos tres años, coincidiendo, por otro lado, con el aumento de las necesidades de los ciudadanos, golpeados duramente por la situación económica del país.

La disminución de su utilidad y el menoscabo de su eficiencia han generado grandes dudas sobre el propio sistema, en el que las duplicidades, las concurrencias ineficaces, la repetición mimética de los esquemas institucionales del Estado: consejos consultivos, defensores del pueblo, actividad exterior, etc, etc? son frecuentes.

Tarde para solucionar excesos

Estos días se han convocado reuniones entre el Ministerio de Economía -dirigido por la vicepresidenta primera, Elena Salgado- y los consejeros de Hacienda de las diferentes autonomías para reducir el déficit y, en cierta medida, redimensionar el coste del funcionamiento autonómico. Las reuniones, como se podía prever fácilmente, se han saldado con un rotundo fracaso y no ha quedado más remedio que citarse para después del verano con una parsimonia incomprensible, si tenemos en cuenta la extrema gravedad de la situación.

Creo que es demasiado tarde para solucionar las exageraciones del sistema a través de reuniones de carácter técnico. Hoy, son imprescindibles los grandes acuerdos entre los dos grandes partidos nacionales para encontrar soluciones a los problemas que se vienen constatando en el funcionamiento del Estado autonómico.

Sólo el espíritu de los grandes consensos, renunciando a los intereses partidarios, puede asegurar soluciones que permitan al sistema sobrevivir, si esos grandes acuerdos no se consiguen, el producto más genuino de la Constitución del 1978, los Estatutos de Autonomía, puede engrosar nuestra larga lista de fracasos comunitarios. Por todo ello, soy partidario de que el presidente del Gobierno convoque elecciones cuanto antes, para que se airee el panorama político español y sea posible, aunque complicada, una política de denominadores comunes básicos para enfrentar éste y otros retos que oscurecen nuestro futuro.

Finalizado el verano, iniciado el nuevo curso político, veremos si este ejercicio de responsabilidad se consuma o, por el contrario, seguimos debatiendo apasionadamente sobre las corbatas de sus señorías mientras en el horizonte las oscuras nubes se convierten en una tormenta capaz de arrasar con todos y con todo.

Nicolás Redondo. Presidente de la Fundación para la Libertad.

WhatsAppFacebookFacebookTwitterTwitterLinkedinLinkedinBeloudBeloudBluesky